March 1, 20222 Comments

La Vida es Juego

A veces me pongo a pensar cuales son realmente los primeros recuerdos que tengo de mi vida. Podría decir que uno de estos es, cuando apenas aprendía a caminar, tiraba los cojines de un sillón hacia el patio externo de la casa de Tampico, o bien yo jugando en la arena de la playa de Puerto Arista, sintiendo un sol poco clemente quemando mi espalda y escuchando el fuerte sonido de las olas al quebrar.

A veces no sé realmente cuántos de estos sean realmente mis recuerdos, o que tanto hayan sido re-fabricados por las fotos y los videos que he visto tiempo después.

De mi infancia recuerdo mi enorme cantidad de juguetes, mis calzones manchados por no querer dejar de jugar con mis juguetes, poner mi voz ronca mientras usaba mis shorts de Rambo, pero sobre todo recuerdo los largos viajes en carro a lo largo del país. Y si que puedo decir que conocí las carreteras de México. De norte a sur. A veces tan espectaculares, a veces tan largas y aburridas. Recuerdo paisajes, recuerdo pueblos, recuerdo montañas que parecían nunca cambiar de tamaño a pesar de nuestra alta velocidad hacia ellas; pero sobre todo recuerdo los juegos en el viaje para matar las horas al volante. Tu y yo. Me decías, escoge un color, yo siempre escogía rojo o azul, t siempre escogías el blanco, después nos poníamos a contar el numero de carros con el color que habíamos escogido. Tu siempre ganabas. Las horas y los kilómetros de carretera fluían como vasos de agua para un sediento corredor, mientras escuchábamos las canciones de The Beatles, o bien las platicas de superación personal de Miguel Angel Cornejo en el fondo (como lo odio hasta la fecha), pero nosotros seguíamos jugando, y las horas seguían pasando.

Los juegos nunca faltaban y la monotonía del momento parecía ser el combustible de estos. "Adivina cuantas personas antes de que Carlos y Rosy" me decías en el área de recepción del aeropuerto cuando íbamos a recogerlos.
"Adivina cual fila del tráfico avanza más rápido".
"A ver, dime tu marcador final de este partido… en el medio tiempo podemos cambiar".

En el trayecto de mi vida me fuiste enseñando eso, que la vida es un juego, y a que a veces uno tiene que percatarse de que el árbitro no está viendo todo el tiempo. Que solo es falta si el árbitro te cacha. De cuál es la manera correcta de patear un balón de futbol. Que a veces esta bien orinarse en el mar si no alcanzas a llegar al baño. Que si te tomas muy en serio el partido terminas perdiendo a pesar de que ganes. Que en la vida a veces juegas solo, y hay ocasiones en que la defensa es la mejor ofensiva.

“Nunca busques pelea, pero si alguna vez te molestan, defiéndete, a chingadazos si es necesario… nunca dejes que se aprovechen de ti, solo basta con que le pongas sus putazos a uno de ellos para que te dejen de chingar los demás”.

Me enseñaste que en la vida no siempre se puede ganar, y que una derrota puede valer más que cien victorias.

La vida puede ser perra, pero la vida puede también ser bella, la vida puede ser linda, como un soneto, como una poesía, como un cuento, como la literatura. Otro de los hábitos que te aferraste a enseñarme, y tal vez el que más trabajo te costó.

"No hay mejor amigo que un buen libro".

Me decías, mientras que me interesaban mas en esa edad los videojuegos. Yo siempre me enfurecía por qué no me dejabas tener una televisión en mi cuarto, obligándome indirectamente a encontrar un entretenimiento alterno por las noches. Me recomendaste, casi sometiste, a leer "Kane y Abel" de Jeffrey Archer, el cual leía en un principio a una velocidad de una página por noche, antes de caer dormido de aburrimiento. Pero poco a poco fui encontrando interés en la historia de esos dos rivales, y una página por noche se convirtió en diez, y de pronto en un capitulo, y luego dos, hasta que ni el sueño podría separarme de aquellas hojas describiendo aquella historia que fluía por mi imaginación de una manera tan espectacular, me sentía Kane y también Abel. Las páginas de aquel libro terminaron y vinieron más. Llego Henri Charriere con su increíble perseverancia y su increíble habilidad de escapar de lugares imposibles, entonces me convertía en Papelón. Luego llegaron dos autores que jamás podré olvidar. Del primero de ellos recitaste de memoria la primera página de su obra maestra, y yo sentía estar junto a él, frente al pelotón de fusilamiento, justo antes de recordar cuando su padre nos llevó a conocer el hielo, y al segundo autor, en la continuidad de su parque, en su casa tomada, al final del juego, sin saber si era más cronopio, o siendo más fama. Y así, sin saberlo hice de la literatura mi más fiel amigo, mi aliado, mi confidente, en los tiempos más solitarios de mi juventud, justo cuando más los necesitaba.

Pero no fue hasta tiempo después de que supe el porque realmente me gustaba tanto leer y se me facilitaba el escribir. Fueron todos aquellos cuentos que me narrabas todas las noches antes de dormir, donde el caballero negro cabalgaba hacia el castillo donde se encontraba la princesa Rosita.

La vida es linda, la vida es bella, la vida es para vivirse y para ser feliz. Pero no siempre es así. A veces la vida puede ser muy cabrona y llena de incertidumbres. Sin embargo aunque la incertidumbre parezca ser una perra rabiosa estar mordiendo tu yugular, uno tiene que seguir viviendo, uno tiene que sonreír a la vida y tolerar esa incertidumbre, pues como cualquier desastre es pasajero, uno continua viviendo, y uno hace de su vida lo que quiere, y muchas veces lo que puede hacer. A fin de cuentas la vida es como un juego. Uno tiene que apostar a la vida misma. La vida es diversión. La vida es felicidad. Yo he sido feliz en mi vida. En una muy gran parte esa felicidad te la debo a ti, por enseñarme a ver la vida a través de tus ojos. Y a pesar de todo lo que me has dado, tan solo me has hecho prometerte una cosa.

No me preocupa tanto lo monetario, ni todas las oportunidades que tu me has dado, a pesar de lo elevadas que estas son, se bien que esforzándome puedo lograrlo, pues tu y mi mamá me han dado las armas para ello. Lo que me preocupa es poder llegar a tener la importancia para mis hijos como tu la has tenido para mi vida. A pesar que cada vez que me veo al espejo veo mas de tí en mi rostro y en mi forma de ser (en ocasiones mas de lo que quisiera), me preocupa que mis hijos me puedan ver con los mismos ojos con los que yo te he visto toda mi vida. Poder ser tan buen padre como tu lo has sido conmigo.

Poder enseñarles que esta vida es como un juego de ajedrez, en la que no importa si eres peón o eres rey, al fin del partido terminamos todos en la misma caja. Que la vida es para vivir, para amar, para ser amado, para reír y hacer reír. Que la vida es un juego en la que sabemos de antemano el resultado. Que la vida es un juego, a veces como el ajedrez, a veces como el poker, pero muchas veces como él dominó. En la vida no compites contra los demás, compites contigo mismo, compites con tu capacidad de disfrutar la vida y disfrutar el partido aunque a veces te ganen con un zapato. La próxima vez tal vez te toque una mejor mano, menos mulas, o un compañero que sepa contar. La vida es acerca del camino y no tanto el resultado, pues este todos lo sabemos de antemano. La vida es juego, un juego para disfrutar, y qué hay que jugar sin miedo.

Era una tarde gris y fría en el Parque Central. Habíamos llevado a Paulina y a Luciana a que le dieran de comer zanahorias a la jirafa. Nos habíamos refugiado en la biblioteca ubicada en el medio del parque más por frio que por aburrimiento. En uno de los libreros desorganizados estaba asomándose una caja de ajedrez. La abrimos con la esperanza de que estuvieran todas las piezas, faltaba un peón, pero improvisamos sustituyéndolo con una corcholata de coca cola light. Llevábamos años sin jugar.
-Peón cuatro rey.
-Peón cuatro rey.
Comenzamos como siempre solíamos comenzar. Me presionabas a que me apurara en mi siguiente movimiento; yo me tomaba un poco más de tiempo del que necesitaba para desesperarte un poco. Parecía que conocieras de memoria cuales serían mis siguientes movimientos. Y tu juego agresivo hacía qué las piezas salieran del tablero como si huyendo de un incendio. Sin darte cuenta sacrificaste a tu reina, y en cuestión de tiempo eran más mis piezas que las mías. Nunca había podido ganarte un solo partido de ajedrez hasta aquella tarde. No lo podía creer. El día que pensé jamás llegaría estaba aquí. Se veía tan solo y asustado tu pobre rey.
Jaque Mate.
Me miraste a los ojos y sonreíste como siempre. Como lo has hecho toda tu vida cuando me ves jugar.
Gracias por enseñarme a jugar el juego. Gracias por siempre jugar conmigo.

February 28, 2022No Comments

El Mar Seco

Era yo muy pequeño cuando conocí el mar, tan pequeño que no recuerdo cuando fue la primera vez que lo vi. A veces envidio esto de personas que tienen ese recuerdo, de esa primera vez que vieron el mar. Yo nunca tendré ese recuerdo, pues yo desde que tengo uso de razón di por un hecho que estaba ahí.

Sin embargo si recuerdo bien la primera vez que vi el mar seco, a las faldas de una ciudad surrealista, la misma a la que años después yo llamaría, y a la que sigo llamando hasta el día de hoy, como hogar.

Una ocasión encontré en un cajón una cinta de audio en la que mi padre declamaba un poema a su estado natal, Chiapas. Mi madre era mi cómplice aquella noche, ambos pusimos la cinta en la grabadora, después de encontrarla en un rincón escondido de un cajón del escritorio de mi padre. Escuchamos la voz de mi padre declamando el poema “Soy de Chiapas” platicando las virtudes del estado que lo vio nacer, desde las ruinas de Palenque hasta la arena de Puerto Arista. Mi madre me dijo, mientras ambos llorábamos casi de la risa:
-Claro, a su tierra hasta le declama poesías y se graba mientras lo hace, pero a su esposa no le declama una poesía ni aunque le paguen.

En mi juventud no pensé con profundidad acerca de los motivos que hubieran conllevado a mi padre a recitar una poesía a su estado natal. Años después creo comprender ese sentimiento, pues si bien esto no es una cinta de audio es algo parecido, son un par de líneas dedicadas a mi tierra, no la que me vio nacer, ni crecer, sino la tierra que yo adopté, la tierra donde dejé mi corazón.

Muchos podrían pensar que para alguien que no ha vivido más de dos años de su vida adulta en una sola ciudad le resultaría difícil identificar cual es la ciudad a la que se siente pertenecer, sin embargo, a pesar que este es mi caso, no me resulta difícil decir que soy de Ciudad Juárez, a pesar de que no nací en esa ciudad, a pesar que no es una ciudad bonita y es una de las ciudades más peligrosas del mundo, creo que el hogar es donde el corazón está y el mío hizo raíces hace mucho tiempo en esta ciudad en medio del mar seco de Samalayuca, donde cada atardecer parece ser un bello poema de Dios recitándonos el fin del mundo.

Uno aprende, viviendo en Ciudad Juárez, a adorar los días nublados, a amar la lluvia y danzar junto con ella, en los escasos días que esta se digna a visitarnos; uno experimenta lo que es una tormenta de arena y uno llega a sentirla hasta en las encías, pero mas importante que todo uno aprende a seguir viviendo a pesar de las adversidades, a pesar de lo que diga el mundo, uno vive ahí, en la boca del lobo y uno aprende a vivir, a sobrevivir, a mirar de frente, a ser fuerte, a pesar de los golpes a pesar de parecer casi imposible ante los ojos del mundo vivir ahí uno vive, y uno sigue adelante.

Existe una fraternidad tan intrínseca dentro de los juarenses cuando estos se reencuentra fuera de la ciudad que no he podido encontrar con ninguna otra de las localidades a las que podría decir que pertenezco. Bien se podría decir que esto pasa igual con los chilangos, tapatíos, regios o jaibos, sin embargo experiencias propias me dicen lo contrario. No es lo mismo ser juarense y encontrarte con mas juarenses, pues pareciera que los juarenses fuéramos cómplices de un mismo crimen, o bien refugiados de una misma guerra; el crimen de ser juarense en la cruzada contra Ciudad Juárez. Nuestro propio Sodoma y Gomorra. Nuestra capital del pecado. Pero eso nunca avergüenza a un Juarense, uno sabe que la vida continua, por muy dificil que aparente ser, uno sale adelante y toma de la mano a otro juarense para seguir adelante, pues si podemos subsistir a pesar de esta adversidad tenemos la esperanza que tal vez el día de mañana sea menos doloroso, que tal vez vengan días menos miserables y quizá tal vez también en un futuro no muy lejano podamos recuperar lo que Ciudad Juárez algún día fué.

Fue triste ver las condiciones en las que encontré a Juarez la última vez que la visité. Las calles nunca se vieron tan llenas de paranoia y tan vacías de carros a la vez. Sentía casi como si visitara a un pariente que estuviera en estado de coma en un hospital. Quería darle golpes al pecho y darle respiración de boca a boca para que despertara. Quería buscar a los culpables de haberla puesto en dicha condición, pero mis esfuerzos parecían carecer de sentido alguno.

El rojo cobrizo encrespándose con el azul cobalto del amanecer que contemplaba en mi último día pareció ser la metáfora que yo necesitaba para partir con una pizca de esperanza, pues a pesar de la oscuridad en la que vive mi ciudad se que la única forma en la que esta puede seguir adelante es por medio de su propia gente. La gente es el sol que en un principio tímidamente encara a la oscura noche, pero nada ni nadie la puede detener, ni siquiera el frió del desierto, y conforme pasé el tiempo esta seguirá enfrentando con sus rojos cobrizos, convirtiendo el negro en cobalto y luego en celeste... y probablemente algún día no muy lejano nuestra ciudad pueda volver a ser, aunque sea al menos parecer, lo que algún día solió ser.

December 7, 2012No Comments

Maldita Matilda

I - Juan Totoreco:

Nadie duerme antes de la media noche en Santa Cruz Matagallinas, pues esta es la hora en la que desde la torre sur de la catedral abandonada siempre suenan con furia trece campanadas.

Esta es la hora en la que la mayoría de los habitantes de aquel remoto pueblo, oculto en el corazón de la Sierra Mixe, se esconden debajo de sus sábanas, despiertos y temerosos, con la esperanza de que esas trece campanadas sean los últimos sonidos que tengan que escuchar por el resto de la noche. Por las calles del pueblo, solo corren ríos de silencio. En ocasiones pareciera que este lugar hubiese sido olvidado incluso hasta por Dios. Los escasos desventurados que tienen que caminar por las calles a esas horas dan sus pasos con temor, caminan sin mirar atrás, sintiéndose perseguidos, huyendo de un mundo de sombras que pareciera morderles los talones.

Dicen que es el espíritu de Juan Totoreco, el campanero del pueblo, quien desde la catedral abandonada hace rugir las campanas como venganza hacia el pueblo que años atrás lo quemó vivo.

Dicen también que Juan Totoreco hizo un pacto con el diablo y que en el momento que suena la treceava campanada se abre un portal desde el infierno por siete segundos, justo el tiempo necesario para que un demonio te encuentre caminando en la calle y te robe el alma.

Nadie pudo haberse imaginado que quien muchos años antes fuera la persona menos respetada del pueblo terminaría siendo el ser más temido que este pudiera recordar desde el día de su fundación, setenta y siete años antes, cuando apenas era una misión jesuita.
El apodo de "Totoreco" le fue adjudicado muchos años atrás, así le habían llamado desde que él podía hacer uso de su memoria.

Siempre fue considerado como el tonto del pueblo y su apodo era tan viejo como su propia leyenda.


Doña Ruperta, la dueña de la tortillería del pueblo, decía que, cuando Juan “Totoreco” era apenas un niño,  un coco le había caído en la cabeza mientras dormía en los brazos de su madre mientras se mecían dentro de una hamaca.


Doña Carmela, quien a sus 55 años seguía presumiendo ser virgen, tenía otra versión, esta estipulaba que el campanero era tonto por culpa de su madre, pues esta había comido solamente huevos de caguama y tamales de iguana durante los tres últimos meses de su embarazo.


-Es culpa de tanto colesterol que le metió a la criatura esa pendeja. – Decía siempre Doña Carmela que le preguntaban por el, con su sonrisa siempre visible de pocos dientes.

"No te portes mal, obedece siempre a tus papas y no digas mentiras que si no se te va a cocinar el cerebro como a Juan Totoreco".- Asustaban los pueblerinos a sus hijos para su propia conveniencia, cuando Juan todavía tenía vida.

Las monjas le habían ofrecido el oficio de campanero como un acto de caridad. Estas le pagaban con un plato de frijoles con arroz, una tortilla de maíz y una taza de café con leche, por tocar las campanas de lunes a viernes para la misa de las ocho de la mañana y la de las seis de la tarde, mientras que los sábados y domingos habían cuatro misas, dos en la mañana, la de las ocho y la de las once, y dos en la tarde, la de las tres y la de las siete.


A simple vista, cuando aún vivía, Juan parecía una persona normal, sin embargo cualquiera que pasara diez minutos con él podía percatarse de que era más lento que los demás. Era un niño atrapado en el cuerpo de un adulto, eso se podía apreciar en su manera inocente de ver la vida, en donde lo más importante del día, para él, era recolectar nanches de los árboles de la plaza central y masticarlos hasta que sus corazones pudieran ser utilizados como proyectiles para su "tira-nanches" el cual consistía en una boquilla de plástico amarrada en un extremo por varias ligas hacia un globo recortado; esta era el arma con la que jugaba con los demás niños del pueblo, disparándoles los corazones de nanche mordido, también pequeñas piedras o lilas.


Los niños siempre se reían de su manera de correr en la que agitaba descontroladamente su cabeza:


-¡Pareces paloma placera Juan Totoreco! – Le decían siempre riéndose mientras huían de él.

Cuando Juan escuchaba este tipo de burlas les disparaba con mayor ahínco, apuntándoles sin clemencia hacia sus caras y cuellos.

-Mira que Juan podrá parecer pendejo, pero tiene una puntería de hijoeputa.


Conforme Juan fue creciendo muchos padres fueron a su vez prohibiendo a sus hijos que jugaran con él, pues la diferencia física era más notoria día con día. Sus amigos de la infancia crecieron y él también, sin embargo la mente de Juan se quedó siempre atrapada en aquel parque, jugando a las escondidas, a los encantados, a la trae. Tristemente, día a día eran menos quienes podían jugar con él, hasta que llegó el día en el que tan solo podía jugar con su soledad. Aquel día la madre Cipriana Ortega lo encontró llorando debajo de un árbol de Tule pegado al quiosco de la plaza, ese fue el día en que esta monja habría de ofrecerle, meramente por lástima, el oficio de tocar las campanas para anunciar los santos oficios en la catedral de Santa Cruz Matagallinas.

Los habitantes del pueblo no lo notaron sino hasta después de que lo quemaran vivo en el centro de aquella afamada plaza, pero las campanadas de Juan siempre fueron un reclamo hacia ellos, expresiones de soledad y nostalgia que retumbaban cada vez que el diente estridente golpeaba las faldas de cobre de aquella campana en la torre sur de la catedral.

Juan tan solo quería jugar como cualquier otro niño en la plaza de aquel pueblo.


Después de su muerte nadie se atrevía a mencionar ni siquiera su apodo.



II - Matilda:


Desde que Juan Totoreco vio por primera vez a Matilda sintió como los apresurados latidos de su corazón asfixiaban su alma, ante ellos el parecía ser un fantasma, un pasajero resignado, aunque extrañamente reconfortado, casi como si hubiese estado preparándose toda la vida para este… y todo esto tan solo por verla una vez. 


Matilda presumía siempre de sus grandes ojos oscuros, prolongados por sus frondosas pestañas que daban sombra a su fina nariz respingada casi como un cuarto de luna, y a la penumbra de esta, para aquellos quienes se atreviesen a explorar, residía el resto de su divina figura que parecía haber sido esculpido por un genio en aquel arte, una obra maestra con corazón latiente. Sin embargo esta viva pieza de arte gozaba de una reputación que solo podía ser envidiada por las prostitutas de Santa Cruz Matagallinas, pues bien pareciera que esta había cogido con todo aquel que se le hubiese cruzado en sus escasos 24 años de vida, exceptuando por supuesto al tonto del pueblo, al pobre Juan “Totoreco”. 

Pero en la mente de Juan ella seguía siendo perfecta, continuaba siendo idealizada por su mente respiro a respiro, la había proclamado la dueña de sus sueños, pues para él Matilda pertenecía dentro de un castillo, era una princesa la cual la cigüeña había dejado equivocadamente en este pueblo rodeado por montañas vestidas por neblina, confundiendo tal vez el horizonte por los linderos del palacio en el cual originalmente era destinada. 

En su imaginación no existía un futuro más que el estar a lado de Matilda. Se imaginaba despertar abrazándola por la mañana cada vez que la veía, imaginaba el aroma de su pelo impregnándose en los orificios de su nariz, imaginaba como los espesos cabellos oscuros de Matilda rozaban sus labios. 

Pobre Juan, mucha gente del pueblo le advirtió de los peligros a los que podría enfrentarse al enamorarse de Matilda, pues su fascinación por esta era mas que evidente para todo Santa Cruz Matagallinas, pero él optaba por ignorar los comentarios de toda la gente y esto parecía lo correcto dentro del escaso espacio de raciocinio que su limitada mente podía ofrecerle. 


Todo cambio una tarde calurosa de abril. Juan “Totoreco” entraba a la catedral para cumplir su trabajo de campanero y anunciar la misa de las siete de la tarde, la última del día. Mientras caminaba por el pasillo escuchó un ruido constante en el que pareciera que una tabla de madera golpeara el piso de mármol de este templo. Después de seguir con su oído el origen de estos pudo notar que dichos nacían dentro del confesionario de la iglesia, ubicado en el ala oeste de dicha catedral. Lentamente se acercó para inspeccionarlo y dentro de este encontró a Matilda con sus grandes ojos cerrados y sus protuberantes pechos desnudos, redondos como un par de toronjas, expuestos al aire, dándole la espalda a el padre Adolfo Domínguez, quien era la máxima autoridad de la Iglesia del pueblo en aquel tiempo, quien con ojos sin pupilas mordía un rosario de madera que siempre colgaba de su mano derecha, para poder contener los gritos de excitación mientras la penetraba con fuerza sentado en el banquillo del confesionario


Ni Matilda ni el padre Adolfo notaron la presencia de Juan “Totoreco”. Este paralizado continuó viendo el acto, en su principio aún incrédulo pensaba que Matilda podría estar siendo abusada sexualmente por el padre, pero incluso el más ingenuo en este mundo hubiera podido darse cuenta con aquellos retumbantes gemidos de Matilda que ese no era el caso. 


Un par de segundos después Juan, con el corazón hecho pedazos, se apresuró hacia el cuarto de las campanas, donde dio los habituales golpes hacía su sonoro aliado, con tremenda furia, esperanzado en que tal vez que los estruendosos sonidos pudieran borrar las imágenes de su memoria, se arrodillaba en el piso mientras lloraba. No tenían sentido ya sus planes de confesarle su amor a Matilda, aquella acción que había planeado por más de ocho años se evaporaba con cada campanada. Aquel día Juan volvió a sentir que los latidos de su corazón atropellaban su alma, pero a diferencia de la primera vez que vio a Matilda el sentimiento reconfortable estaba ausente, esta ocasión sentía que estaba muriendo por dentro. Su corazón estaba roto, sus fracturados latidos sonaban más fuerte que las campanadas de aquella calurosa tarde. Juan “Totoreco” permaneció por ocho horas más tirado en el piso de aquel cuarto en donde solo colgaba la cuerda utilizada para tocar la campana.


Se levantó después y se dirigió hacia el cuarto del padre Adolfo, quién yacía dormido en su cama, tomó de la mano derecha de este el rosario de madera, el mismo que el padre había mordido dentro del confesionario; Juan tocó con sus yemas las marcas que habían dejado las muelas de su dueño en la cruz justo antes de proceder a ahorcarlo hasta asfixiarlo. 


Adolfo Domínguez fue el cuarto padre que había muerto de manera misteriosa en el pueblo de Matagallinas en menos de un año. Esa tierra parecía estar maldita para los representantes de la iglesia.
Dos días después, el Obispado de la región envió una carta dirigida la presidencia de Santa Cruz Matagallinas en la cual estipulaban no solo su indignación y repudio ante el asesinato del padre Domínguez, junto a las otras tres misteriosas muertes anteriores de sus sacerdotes en menos de un año, sino también estipulaban que toda actividad eclesiástica quedaba temporalmente prohibida en el pueblo hasta que una investigación minuciosa esclareciera los eventos tan lamentables en los cuales se veían ahora inmiscuidos.

III - Los Padres:


Sigifredo :     

         Las misteriosas muertes de los padres en Santa Cruz Matagallinas comenzaron la mañana de un 19 de mayo cuando el entonces padre del pueblo, Sigifredo Cervantes, perdió la vida a sus 89 años de edad.
         Sor Cipriana Ortega decidió ir a su cuarto aquella mañana cuando faltaban tres minutos para que comenzara la primera misa del día. Sigifredo Cervantes nunca había faltado a ninguna de sus misas en sus 33 años de ser el padre del pueblo, ni siquiera cuando contrajo fiebre tifoidea.  Sor Cipriana se imaginaba que algo estaba mal desde que vio de lejos que de la puerta del departamento del padre Sigifredo salía un charco de agua. Abrió la puerta y encontró al padre desnudo tirado en medio del baño, la regadera aún estaba tirando agua y él se encontraba sosteniendo un alcatraz entre sus manos y sobre su pecho, carente de vida.
         Él solía regalarle a Sor Cipriana una flor diferente cada domingo, pues siempre había estado enamorado de ella, desde el día en que ella llegó al pueblo; a Sigifredo le fascinaban los ojos traviesos de Cipriana cuando estos se asomaban de manera esporádica detrás de sus enormes gafas.
         Ella al verlo tirado en el baño sin vida y con sus largas barbas blancas empapadas calló de rodillas y fue arrastrándose hacia él, incrédula, hasta encontrar desesperadamente sus labios, por primera vez ella accedía a darle ese beso que Sigifredo intentó darle a escondidas durante los últimos 20 años en los que ella siempre se los negó volteando la cara, recordaba como él  siempre le decía que un par de besitos no harían enojar ni siquiera a Dios,  esta ocasión  ella estaba dispuesta pero los labios de él ya no respondían ni la buscaban, estaban fríos, era demasiado tarde, su inocente historia de amor se desvanecía así como las gotas que caían en el muslo desnudo de Sigifredo Cervantes.

El pueblo decía que la flor había sido un regalo de San Caralampio, el mismo santo a quien Sigifredo siempre se encomendaba cada domingo,  aquel quien aquella mañana se había llevado al padre Sigifredo Cervantes al cielo sin sentir dolor.
         Su perdida fue un evento muy doloroso para el pueblo pues el había sido el único sacerdote que este había tenido en los últimos 33 años.
Se guardo luto por 33 días, se sacrificaron 33 gallinas en plena plaza pública y con la sangre de estas trataron de escribir el nombre del padre en el centro de esta, sin embargo debido a un mal cálculo se les acabo la sangre antes de terminar de escribir su nombre con esta y tan solo pudieron imprimir sobre el pasto “Sigifredo Cerva”.
         Los 33 días de luto hacia el padre Sigifredo no parecieron ser homenaje suficiente para la presidencia de Santa Cruz Matagallinas pues justo cuando dicho periodo terminó decidieron establecer una nueva ley en la que prohibían la venta de bebidas alcohólicas en honor a la lucha que vivió Sigifredo Cervantes como alcohólico regenerado. La ley perduraría por 33 semanas, cada semana representando un año como representante de Dios en Santa Cruz Matagallinas.
 
Urbano: 
         Aparte de la docena conocida de borrachos del pueblo, la única persona que se opuso ante dicha ley fue Urbano Quiroga, el padre que habría de suceder a Sigifredo Cervantes. No pasaron ni siquiera un par de horas de haber sido anunciada la nueva ley para que Urbano fuera personalmente a la presidencia y presentara un amparo hacia dicha ley en el que argumentaba que la “Ley de Dios” iba por arriba de cualquier ley humana y que el continuaría consagrando el cuerpo de Cristo como lo había hecho durante todo su tiempo como sacerdote, con vino.
            A pesar de que su tiempo como padre no fue muy extenso, el padre Urbano nunca fue muy querido en el pueblo, no solo por el hecho de comenzar de una manera dramática su cargo como sacerdote, haciendo un zafarrancho contra la presidencia por la ley seca, sino porque la gente del pueblo lo veía como un intruso cada vez que iba a misa, un desconocido, habían estado tan acostumbrados a la manera amena y carismática en la que el padre Sigifredo impartía la eucaristía, mientras que en el caso de Urbano las misas eran lentas, aburridas e insípidas.  
         Los pueblerinos pronto pudieron notar los verdaderos motivos por los que el padre Urbano se oponía tan tajantemente a la ley de abstinencia de alcohol, pues siempre que entraban al confesionario podían percatarse del incesante olor a vino, adjunto al mal humor del padre sobre todo en las misas de las mañanas, a la vez que las ostias cada semana sabían mas a vinagre y menos a vino.  Se decía que el padre era un alcohólico y que se acababa en menos de diez días las reservas de vino tinto que la iglesia recibía cada mes para consagrar las ostias.
         Urbano Quiroga fue encontrado el once de agosto amarrado a una piedra en el medio del arrollo Amatepec, a un par de kilómetros del pueblo, por un par de señoras que iban a lavar la ropa de su familia a dicho lugar,  en cada una de las extremidades del padre se podía encontrar amarrada una botella de vidrio que a su vez contenía una hoja de papel,  cada hoja de papel tenía escrita un distinto mensaje, los mensajes eran los siguientes (sin algún orden en particular):
-Lucas 19:27
-In Vino Veritas
-Salmos 137:19
-Más sabe el viejo por diablo que por viejo

Como dirían los pueblerinos: lo que mal empieza mal termina. Fueron así los sucesos de la segunda muerte misteriosa de un padre en Santa Cruz Matagallinas. Nadie se esmeró mucho en tratar de descifrar las pistas escritas en los mensajes dentro de las botellas; nadie se preocupó demasiado tampoco por buscar al asesino. A la gente le gustaba pensar que había sido un mensajero de Dios, un ángel quizás, quien había hecho aquel trabajo, apoyando sus teorías en las citas bíblicas encontradas en la escena del crimen o quizás había sido el mismo Urbano Quiroga, suicidándose tratando de dar un mensaje mórbido al amarrarse de una piedra de aquel río y perder la vida. Nadie en el pueblo lo veló ni le guardo luto, probablemente fue el padre menos querido por todo Santa Cruz Matagallinas desde que esta había sido fundada.
        El cuerpo de Urbano Quiroga fue mandado en una carreta jalada por una mula pinta hacia la capital de la región, San Nicolás de las Agrias Naranjas, donde sería velado y sepultado tres días después.  El único asistente del entierro fue su hermano Hortencio Quiroga, quien había dejado de hablar con él cinco años atrás, después de una discusión verbal que ambos entablaron acerca de  la Guerra Cristera y la vida de Santo Toribio Romo González.  Hortencio tiro un clavel antes que los sepultureros llenaran con sus últimos palazos  el hueco en el piso con el féretro que contenía el cuerpo de Urbano, al hacerlo sintió nostalgia y tristeza por perder los últimos años de su hermano por una estúpida discusión, sin embargo sentía también una pizca de redención al ver que su clavel se perdía entre la misma tierra que cubría los restos de su hermano.    
 
Carmelo:
         El tercer padre, Carmelo Quevedo, sufrió de una indigestión fatal apenas a su segunda semana de sustituir al padre Urbano.
         La noche de su muerte visitó por primera el puesto de tacos de Octavio Quezada, quien generosamente le había invitado a cenar lo que quisiera como una cortesía, con la única intención de que dicho padre le diera la bendición a su negocio y con ello atrajera la clientela mocha, osease la mayoría del pueblo, a su puesto de tacos.
         Desde que Carmelo comió el primer taco perdió la mirada, sus rodillas temblaron, sus pupilas dilataron y su paladar se convirtió en una esponja que quería absorber absolutamente todas las delicias de las mordidas que este vorazmente arrojaba a todo lo que estuviera dentro de su plato.
-Mi buen Octavio, sinceramente estos son los mejores tacos que he probado en mi vida.
Al escuchar estas palabras de aliento, el taquero sentía una motivación divina, como si un ángel fuera quien dijera aquellas palabras dulces, el cortar la carne era un arte así como el de picar el cilantro y la cebolla; el capturar con la tortilla abierta el pedazo de piña volando en el aire era un soneto angelical que solo se complementaba con el sonido de aplastar los chiles en el molcajete. El padre pedía dos tacos de asada más, tres al pastor, dos de lengua y uno de cabeza. Octavio podía escuchar desde ese momento las palabras del padre Carmelo, hablando bien de su puesto de tacos, después del evangelio en la misa del siguiente domingo. El padre pedía después una quesadilla, dos tacos de buche y tres de cachete. Esto entusiasmaba mas a Octavio, no importaba cuantos tacos más pidiera el padre Carmelo, el estaba preparado para satisfacer hombre más glotón de este hemisferio. Las gotas de sudor comenzaban a recorrer a cada mordida los cachetes cacarizos del padre Carmelo, sin embargo parecía que su estomago era un tambo sin fondo. Cinco garnachas, un plato de frijoles, dos tacos de lengua, dos de cabeza y una quesadilla de flor de calabaza, pedía el padre, a lo que Octavio Quezada respondía sin un segundo de duda:
-Por su puesto que si señor.  
         Después de ocho tacos de asada, seis de lengua, cuatro de cabeza, cinco de cachete, seis garnachas y dos quesadillas mas, el cuerpo del padre Alonso no pudo contener más, no había manera de meter más alimentos dentro de su ser. Decidió entonces que era prudente dejar de ingerir alimentos.
         Le dio gracias a Octavio Quezada por la maravillosa cena gratuita que este le había ofrecido esa noche, bendijo su negocio con una pequeña oración y después se dirigió hacia su cuarto.
         Al llegar a su cama entró en una pesadilla en la que dragones que vomitaban guacamole lo perseguían y de la cual jamás pudo despertar.
          Al día siguiente sería encontrado sin vida, con los ojos abiertos y brazos extendidos hacia el cielo, como si un ángel le hubiera robado el alma.  Las sabanas de su cama fueron encontradas llenas de caca y vomito, el cuarto se encontraba impregnado por un insoportable olor a mantequilla.
         Al escuchar la noticia Octavio Quezada tuvo que huir silenciosamente del pueblo, pues sabía bien de la delicadeza del tema de los padres muertos en Santa Cruz Matagallinas, aunado a que sabía bien que en el mejor de los casos los tacos de su puesto serían asociados con el diablo, pues si estos habían matado incluso al más cercano a Dios que no podrían hacer a aquel que viviera en el pecado.
         El padre Adolfo Domínguez sustituiría al padre Carmelo Quevedo tres semanas después de su muerte y este sería asesinado por Juan Totoreco meses después.
         La furia del pueblo entero no se hizo esperar después de recibir la carta del obispado en la que prohibía toda actividad eclesiástica hasta esclarecer el asesinato del padre Adolfo y no tardarían en encontrar las pistas que incriminaban a Juan Totoreco como el asesino artífice del padre Adolfo.
         Antes de que dos atardeceres pasaran, después de haber recibido dicha carta,  el campanero había sido quemado vivo, amarrado al quiosco de la plaza central del pueblo, la misma que separaba la catedral de la presidencia de Santa Cruz Matagallinas. La presidencia del pueblo no tardó en contestar al obispado con una carta informando detalladamente dichos actos, en el cual orgullosamente exhibían la mano dura e intolerante hacia quienes atacaron a la iglesia en aquel pueblo, tomando como emblema la pronta y precisa ejecución de Juan Totoreco.


IV -  El Fin :

Matilda no tenía la culpa de ser tan puta.

Ella, así como cualquier otra persona, a través de los episodios de su vida podía encontrar una narrativa que ultimadamente justificara su forma de ser.  

Venían a su mente los recuerdos de cuando era ella aún pequeña cuando su tío Reginaldo la llevaba de excursión a los arrollos cerca de Totontepec a pescar, donde le enseño el juego del circo, en donde ella irremediablemente terminaba besando la trompa del elefante. 

De un escondido rincón de su mente efimeramente brotaban los recuerdos de Eucario, su primer amor, a quien le entregó su virginidad incluso antes de su primera menstruación. 

Los recuerdos de Eucario, con su pelo corto lleno de canas, una gigante verruga al lado de su ojo izquierdo y su espalda tatuada con las catorce estaciones de la viacrucis, siempre venían acompañados de las lágrimas de Matilda, ya que las cicatrices que dejó éste en el corazón de ella parecían que nunca fueran a sanar.  
Tan sólo mencionar el nombre de Eucario a Matilda se le ponía la piel "chinita".
A Matilda no le había importado que éste fuera pobre y que fuera un velador de oficio, ni que estuviera casado y con dos hijas, ni que le hubiese mentido todo el tiempo...  todo se lo hubiese perdonado Matilda, pero ella para Eucario no era más que una muñeca rota y un día decidió no hablarle más. Ella no comprendió hasta muchos años después que había sido sólo una aventura para aquel flacucho velador, sin embargo, ya era muy tarde, pues la furia de su puta interna ya estaba totalmente desatada y lista para destruir la vida de muchos desdichados en los años siguientes.  

A veces se decía a si misma que la culpa de que ella fuera tan puta la tenía "diosito" por haberle dado aquellas nalgas y aquellas tetas. 

Ella tampoco sentía tener la culpa de que Juan "Totoreco" en un ataque de celos hubiese asfixiado al padre Adolfo mientras dormía, horas después de haberlo sorprendido cogiéndosela en el confesionario de la catedral de Santa Cruz Matagallinas. Mucho menos que después de ello los pueblerinos hubiesen desatado su ira quemando vivo a Juan, amarrado al quiosco de la plaza. ¿Cómo hubiese podido imaginar que aquel pendejo había estado toda su vida secretamente enamorado de ella?

Sin embargo, por más que se dijera a sí misma que no era culpa suya, sabía en el fondo que sí lo era. 

Cada media noche después de escuchar las trece campanadas, sabía que Juan "Totoreco" la estaba esperando debajo del candil que se veía desde su ventana. Cada noche, cuando ella se asomaba, volteando hacia esta dirección,  lo había visto, circunspecto, observándola desde aquella esquina poco iluminada, con unos ojos llenos de ira, tratando de hacerla sentir un poco de culpa.

Lo único de lo que podía estar segura desde el día de la ejecución de Juan "Totoreco" era que éste la esperaría cada noche en aquella esquina después de que las trece campanadas sonaran a media noche. 

Ella se sentía enclaustrada. Por una parte se había creado esa narrativa en la cual ella estaba excenta de culpa, pero sabía bien que había sido el catalizador que había desatado toda aquella cadena de eventos en el pueblo, pues recordaba cuando Juan los había encontrado en el confesionario, y como ella siguío fornicando con el padre, incluso exagerando sus gémidos, recordaba la cara de ira e incredulidad de Juan, misma cara que la atormentaba cada noche desde la esquina que podía observarse desde su ventana.

Fue un 13 de Octubre cuando Matilda decidió confrontar sus miedos. 

-Esto no es vida.- Se dijo así misma aquella noche.

Después de escuchar las trece campanadas desde la catedral a media noche, Matilda salió de su casa para esperar a Juan "Totoreco" en aquella esquina desde donde siempre la observaba, sin embargo pasaron los minutos y Juan nunca llegó. Las calles en Santa Cruz se sentían espectralmente desoladas. La neblina se diluía entre los contornos de las piedras de sus calles y se podía respirar el frío del viento. Algo le decía a Matilda que esa noche Juan no se presentaría en esa esquina en la que éste siempre la esperaba, sin embargo algo dentro de ella la llamaba a otro lugar, pues ella ya había tomado el valor aquella noche para enfrentar todos sus miedos y todas sus culpas a la vez... todo apuntaba hacia solo un lugar... el lugar donde todo comenzó y todo tenía que terminar. La catedral abandonada de Santa Cruz Matagallinas, la misma desde donde nacían las trece campanadas cada media noche, la misma donde Juan "Totoreco" habia sorprendido a Matilda fornicar con el padre Adolfo y donde había sido éste asfixiado por el anteriormente mencionado. 

Matilda, en ese momento de claridad, trató de convencerse de que todas las respuestas apuntaban hacia la catedral, corrió hacia ésta como si el mañana no existiera, como si demonios estuvieran corriendo detrás de ella.
Mientras ella corría hacia la catedral podía sentir los espectros del pasado en cada calle de aquel pueblo, como si cada esquina contará una historia diferente, como si el mismo tiempo se hubiese detenido.

Ni la oxidación ni el salitre del portal, de la cadena y del candado en la entrada de la catedral la detuvieron. Matilda abrió todo a patadas, se sentía tan poderosa con aquella inercia en la que por fin, después de mucho tiempo enfrentaba sus temores. Aquella noche estaba marcada por esa energía que la había ayudado aconfrontar la incertidumbre de su vida, en la que combatía a todos sus demonios internos.

Las altas puertas de roble de la iglesia fueron ligeras ante la fuerza de sus brazos al abrirlas. Sintió como el equivalente a una decada de polvo flotaba por el pasillo que llevaba al altar principal, camino hacia el, a la mitad del pasillo podía percibir a su derecha, el mismo confesionario en que solía fornicar con el padre Adolfo al menos tres veces por semana. Extrañaba ese sentimiento de follar con al padre Adolfo, en el que ella se sentía un angel, una emisaría de dios para calmar el libido de sus fieles sirvientes para que pudieran seguir salvando las almas de este mundo terrenal, al menos así se lo decía el mismo padre Adolfo después de eyacular cada vez dentro de ella y cada vez que Matilda escuchaba esas palabras en su oído se sentía un poco más cerca al paraíso.

Cuando Matida llegó por fin al altar principal,  sus eróticas historias terminaron, pues al ver aquel gigantesco Jesucristo sangrante y lleno de sufrimiento le ayudaba a tomar un poco de perspectiva y a sentirse un poco menos importante de lo que ella pensaba.

Continuó caminando por el pasillo que la llevaría hasta llegar a las escaleras detrás del altar principal, las cuales la llevarían hacia el campanario de donde colgaba una cuerda amarrada al diente de la campana. 

Era tiempo de confrontar todos los miedos, pensaba Matilda.

Subió las escaleras que la llevarían hasta el mismo lugar donde Juan "Totoreco" jalaba de la cuerda cada media noche para hacer sonar las trece campanadas que atormentaban  a los habitantes de Santa Cruz Matagallinas. Si alguien podía poner un alto a todo esto ese alguien era ella, pues a pesar de justificarse cada mañana, ella sabía bien realmente lo que sus actos en el pasado habían influido en la maldición de ese pueblo. 

Matilda terminó de subir las escaleras y se encontró por fin en ese pequeño espacio donde Juan "Totoreco" solía hacer sonar la campana cuando aún se encontraba con vida. Su sorpresa no fue la de encontrar el espectro de Juan, sino que también ahí estaban los espectros de Sigifredo, Urbano, Carmelo y Adolfo, los cuatro difuntos padres de Santa Cruz Matagallinas, a un lado de Sigifredo se encontraba Sor Cipriana, la monja que siempre lo amó. Todos ellos sonreían al verla por fin en ese pequeño espacio, y sólo fue entonces cuando ella comprendió que era su turno para tocar la campana. 

Cada vez que ella jalaba de la cuerda, que hacia sonar esta campana en la catedral, veía como sus compañeros se diluían con el viento, veía como ellos iban desapareciendo con el frio viento de la noche y los retumbos de las campanas. 

Con cada campanada Matilda recordaba un poco más de aquella tarde de octubre en la que sus propias cenizas volaban por la plaza de Santa Cruz Matagallinas, sólo semanas después de la incineración de Juan "Totoreco". 

Había pasado una semana, cuando la presidencia de Santa Cruz Matagallinas recibió una carta reprobando los actos inquisitorios que implicaban la ejecucion de Juan "Totoreco" y a su vez estrictamente prohibía cualquier representación eclesiastica hasta que una ardua investigación fuera efectuada.

Matilda entonces recordaba el ardor de las llamas en sus pies, el crujido de su piel extinguirse, el sonido de sus propios chillidos mientras el pueblo satisfacía su ira viéndola consumirse entre llamas, irónicamente juzgándola por prohibir al pueblo estar cerca de Dios. Cada recuerdo de aquellos momentos había sido bloqueado por su mente, hasta ese instante que ahora era expresado con ira retumbando la sonora campana trece veces... sólo trece... ni una sola más, por más que ella quisiera. 

Era media noche nuevamente.

Maldita Matilda, por tu culpa las misas fueron prohibidas en este pueblo...ingenua tú que pensabas podías salvarte.  


Epílogo:
La historia de Maldita Matilda ha sido una de las más díficiles que me he encontrado en mi vida, a pesar que desde que escribí la primera línea sabía como iba a terminar. Sin embargo en mi ineficiencia me fui encontrando con un laberinto infinito del cual no tenía intención salir. En realidad esta historia siempre fue un legado de la tradición de los pueblos de México que me  fueron heredados por medio de mis padres, a quienes dedico inequivocamente esta historia.

Recuerdo aquella tarde en mi casa de Ciudad Juárez hace un par de años en la que les leí a papá y a mamá el primer borrador de esta historia. Habíamos terminado de comer milanesas, mi platillo preferido. Mi madre fue la primera en preocuparse por mi enfoqué atacando la tradición religiosa, queriendo detenerme un poco mi severidad, mi padre se reía de mi descaro, y despues de un par de copas ambos aportaban un par de ideas que enriquecían la historia, desde el enigma de San Caralampio y hasta la personalidad de Sor Cipriana, mi historia tal vez se desvanezca en mi mente después de que sea publicada, pero aquellos momentos en los que discutiamos en la sobremesa esta historia se que me los llevaré hasta el dia que tenga que tocar yo las campanas. Es por ello que les dedico esta historia que me tomó casí cuatro años terminar.
 






March 17, 2012No Comments

Persona

Los rayos del sol disipan entre las cortinas de aquel cuarto que aparentemente es el mío, sin embargo cada mañana siempre tengo que pasar por un proceso de reconocimiento, pues ese cuarto como todo lo que esta dentro de aquel departamento es mío y solo mío. Pero cada mañana me pregunto ¿quién soy? ¿cómo me llamo? ¿qué hago aquí? No son preguntas personales, como aquellas que cualquier persona suele tener en la pubertad, pues llevo mas de 18 años preguntándomelas… son preguntas de identidad, ya que cada vez que me veo al espejo no reconozco a que persona pertenece el reflejo, preguntas profundas que no exigen una respuesta inmediata pero si exigen un pensamiento considerablemente detallado. Trato entonces de buscar en lo lejano de mi mente los recuerdos mas remotos, los mas viscerales, los mas miserables, y estos son aspirinas, son un antídoto, aunque a veces ese fantasma de la duda de mi persona se calma por solo unos segundos, a veces no, entonces , solo entonces, cuando mis pensamientos no pueden controlar la ansiedad cierro mis puños y procedo a golpearme en la sien. No son golpes generosos, son golpes de cuadrilátero, con la esperanza de noquear a aquel fantasma, o cuando menos noquearme y quizás cuando recupere la consciencia el fantasma de la duda haya dado por terminada su visita.
Abro los ojos y por fin reconozco la cara del otro lado del espejo. Recuerdo una corona de papel, un moño rojo y una sonrisa mientras apago cuatro velas de un pastel.
Con mis manos tomo agua del lavabo. Limpio mi cara. Prendo la regadera mientras me desvisto. El agua está un tanto caliente, entonces abro un poco el agua fría hasta que este en una temperatura tolerable.  Tomo el shampoo y lo mezclo con el acondicionador, esto normalmente aumente la eficiencia y yo siempre busco esa eficiencia. Termino de limpiar mi cabeza y procedo entonces a enjabonar mi cuerpo. Termino de hacerlo. Cierro la regadera. Tomo una toalla roja. Me seco. Tomo el rastrillo y lleno mi cara de espuma para afeitar hasta dejarla lisa, casi como la piel de un bebe. Tomo loción y la disipo por toda mi cara. Escojo mi ropa y después de cambiarme me dirijo hacia la puerta para salir rumbo al trabajo.
Justo antes de cerrar la puerta antes de salir volteo hacia mi cuarto. En la puerta de este veo recargado sobre el marco de esta, con los brazos cruzados,  a la misma persona que no pude reconocer desde que desperté, la misma cara que enjuagué y afeité, el mismo cabello que limpié, el mismo cuerpo que enjaboné, sequé y vestí.
Cada mañana sería la misma historia. Por mas que golpeara cada día aquel rostro no lo podría reconocer. Por más que quisiera sentir propio aquel cuerpo tan solo sentía que no era mío, que era otra persona… alguien más.
Sin embargo aquella persona, recargada sobre el marco de la puerta de mi cuarto siempre me decía adiós, mientras sonreía… y yo lo haría a su vez.

 

October 5, 20111 Comment

Elio Lorenzoni y Las Cosas Simples

"Nel mezzo del cammin di nostra vita
mi ritrovai per una selva oscura
ché la diritta via era smarrita."

Recuerdo bien aquella tarde en la que Elio Lorenzoni me explicó el significado del Canto I de La Divina Comedia. Era una típica tarde otoñal en Ciudad Juárez, fría, con pocas nubes y con un solitario sol. Elio nos había invitado a su casa a Marko y a mí, dos de sus tres alumnos de su clase de italiano, para enseñarnos a cocinar spaghetti “al dente”.

Recuerdo cómo pacientemente cortaba el ajo y la cebolla para después ponerlos en un sartén en el cual previamente había calentado aceite de oliva. Elio siempre nos decía, a sus 72 años de vida, que había aprendido que las cosas más simples son las que le habían dado más felicidad en su vida. Puso en un plato el ajo y la cebolla picados y nos lo dio a probar; aquel plato tan sencillo era un claro ejemplo de lo que aquel viejo nos decía. Tres ingredientes en aquel plato tan simple eran un manjar en nuestro paladar.

Después de eso, nos enseñó un truco para saber si la pasta estaba “al dente” o no. De la olla sacó un fideo de spaghetti y lo arrojó hacia la pared. “Si se pega a la pared quiere decir que está lista, si rebota es que todavía le falta”.

Elio era la persona más interesante y culta que había conocido en mi corta vida. Nos contaba sus historias de la infancia y la Primera Guerra Mundial, de sus días de piloto en el ejército italiano en la Segunda Guerra Mundial, nos platicaba de las tres ocasiones en las que se estrelló piloteando un avión, en plena batalla, y cómo había sobrevivido. Después de eso, iba como un niño hacia su cuarto por su escopeta de doble barril, nos la presumía y nos contaba de sus días de cacería; nos platicaba de cómo se enamoró de su esposa mexicana y cómo se había enamorado a la vez de México. Nos podía platicar sus historias en cualquiera de los 9 idiomas que sabía hablar fluidamente y no nos dejaría de parecer interesante.

Esta tarde, mientras miraba el atardecer en el muelle de Santa Mónica, me acordé de Elio y de aquella tarde cuando me explicó el Canto I de la Divina Comedia, de cómo Dante, a la mitad del camino de su vida, se encontraba en una selva oscura y de cómo se había percatado de que había desviado su rumbo. Tal vez sea porque me siento un poco como Dante a la mitad del camino de la vida, o tal vez porque fue una tarde fría parecida a la ya descrita, o tal vez sea porque vi un avión de guerra perderse en el cielo. Tal vez sea un poco de los tres.

Aquella tarde fue la última vez que vi a Elio Lorenzoni con vida. Ni dos Guerras Mundiales, ni tres accidentes en plena batalla pudieron con él. Elio fue el primer amigo que perdí en mi vida y la primera persona que vi dentro de un ataúd. Pero prefiero no recordar a Elio en la funeraria; prefiero recordarlo lleno de vida, contagiando de vida, de historia, de cultura y sabiduría. Me gusta recordarlo con su filosofía de las cosas simples de la vida, cosas tan simples como recordar a un viejo amigo 15 años después, sonriendo hasta el final, con una copa de un buen vino en la mano y a escasos minutos de comenzar la cuarta década de la vida.

October 14, 20107 Comments

Mujer con aroma de chocolate

Y doscientos años no parecieron haber sido suficientes, pues yo aquella noche caía rendido nuevamente ante los encantos de la madre patria; podría culpar al agua bendita, a la luna llena, o al alcohol, pero la única verdad es que ella había ganado justamente aquella conquista, jugando una estrategia tan pura y tan bella en la cual no tuve otra opción mas que caer plenamente… como nunca antes había caído. Yo solo abría mis brazos y me dejaba caer ante el inmenso vacío que me separaba de la realidad, pues por primera vez en más de diez años sentía que volaba nuevamente, sentía en sus labios que soñar era sobrevalorado, o tal vez menospreciado, dependiendo el ángulo en que se viese toda aquella situación, pues en aquel momento en realidad no sabía si soñaba despierto o vivía soñando, solamente caía y nadaba desnudo por océanos cálidos llenos de horizontes dorados, en los que sus abrazos parecían olas que me capturaban y sus caricias semejaban al contacto de la arena mientas uno esta enterrado en ella. 

En un sueño, aunque uno sepa que es un sueño, lo más difícil es despertar.  

El trifásico sonaba en medio de la calle, como si estuviera a punto de explotar, el frutero de la esquina cortaba su fruta en su puesto y ella continuaba viéndome a los ojos mientras sonreía, abrazándome casi desnuda, protegiéndome con sus brazos de las frías brisas que solían visitarnos después de que la luna se escondiera. Olía a chocolate y las nubes en un gris enigmático decoraban como faldas los edificios que rodeaban nuestro horizonte, pero para mí no había un horizonte más allá de sus cabellos acariciando sus hombros, aunque mi enfoque estuviera en su sonrisa imperfecta por su diente roto, y digo imperfecta pues aunque dijera lo contrario ella jamás me creía, así como nunca me creía que ella era perfecta para mí, cada vez que la tomaba entre mis brazos, cada vez que le daba un beso y le decía esas palabras. 

Tenía que partir pronto, teníamos que despertar,  eso lo sabíamos los dos, sin embargo esa mañana los dos optábamos por seguir soñando mientras veíamos la ciudad amanecer. 

El trifásico seguía sonando, parecía que en cualquier momento explotaría y nosotros a su vez continuábamos explotando nuestros labios, acariciándonos como lo podría hacer la playa y el mar, tratando de detener el tiempo y de encapsular cada recuerdo como si fuera una especie extinta, el olor a chocolate era imposible de ignorar, la luna y el sol comenzaban a salir cada cual por un horizonte diferente, todo alrededor se paralizaba, entonces me percataba de los escasos segundos que me quedaban en aquel mundo, sin embargo justo antes de partir ella me decía:
-Que tengas buena vuelta al mundo real, pues esto fue un sueño. 

Abrí los ojos. El trifásico continuaba sonando… la urbanidad era inmensa... Ella aún me abrazaba y yo a ella, los dos solo cubiertos por una toalla que apenas cubría nuestras espaldas, el olor chocolate perduraba.

August 5, 20071 Comment

Dancing on Grand Central

 

Se sentía bonito, su último beso, en aquella estación que nos separaría. Yo trataba de mantener abiertas las puertas del vagón que la contenía, en una estación de Nueva York, pero la inercia del mismo me impediría continuar por el tiempo que deseaba.

Aquella noche yo sabía bien de sus intenciones de terminar nuestra relación, pero eso no impidió que me atreviera a estar con ella, viajar cinco horas, ir a verla, besarla, abrazarla, sostener su mano y después despedirme, tal vez para siempre... aunque en realidad uno nunca sabe, pues este mundo es más pequeño de lo que aparenta ser; uno tan solo puede estar seguro de esa entropía de eventos que algunos llaman destino, otros la llaman suerte, y algunos otros simplemente la llaman vida.

Ella me besaba en las calles de East Village, como no me había besado en todo el día, y curiosamente comenzó a besarme en el momento en que decidimos terminar nuestra relación... habían pasado dos meses desde la última vez que la había besado en la sala 52 de un aeropuerto en Pittsburgh, en aquella misma ocasión en que me di cuenta de que nuestra relación de larga distancia tan solo nos lastimaba tanto a ella como a mí.

El calor era casi insoportable en la estación de Grand Central. Ella tomaría el Flushing Express, mientras yo tomaría el vagón que me llevaría a World Trade Center, pero eso era solamente logística para nosotros, pues sabíamos que era nuestra última noche, y aun cuando oficialmente nuestra relación formal había terminado, podíamos aventurarnos en las travesuras de besarnos como si este día existiera solo en el infinito.

Bailábamos al ritmo de una guitarra distorsionada mientras ella se quejaba de que tan so

lo sabía tres pasos de baile y siempre los repetía. Yo le respondía delicadamente al oído que eso era mejor que nada. Nuestros respectivos trenes aún no llegaban, pero seguíamos bailando aunque la música pausara por momentos. Nuestros amigos se mofaban de nosotros, pero eso nos importaba poco, pues eran nuestros últimos momentos juntos, en los que traviesamente pretendíamos engañar a nuestro súbito destino.

Ella continuaba besándome.

Yo no quería soltarla.

Su tren llegó.

El día que muera me gustaría despedirme así de la vida, besándola delicadamente, bailando con pasos de mi imaginación, subiéndola a su vagón sin despegar mis labios de los suyos y abrazándola fuertemente hasta el momento en que las puertas automáticamente se cierren, pero justo en ese momento detenerlas para poder darle un último beso, un beso final, de despedida, decirle “I still love you” justo en el momento en que no puedes sostener esas puertas más, escuchar las puertas cerrarse y el motor del tren furiosamente encenderse para, por fin, separarte de ella. Así tenía que ser y así fue.

Ella me besó por última vez en Grand Central, y yo no pude detener aquel tren; sin embargo, ella me besaba y yo sentía... bonito.