I - Juan Totoreco:
Nadie duerme antes de la media noche en Santa Cruz Matagallinas, pues esta es la hora en la que desde la torre sur de la catedral abandonada siempre suenan con furia trece campanadas.
Esta es la hora en la que la mayoría de los habitantes de aquel remoto pueblo, oculto en el corazón de la Sierra Mixe, se esconden debajo de sus sábanas, despiertos y temerosos, con la esperanza de que esas trece campanadas sean los últimos sonidos que tengan que escuchar por el resto de la noche. Por las calles del pueblo, solo corren ríos de silencio. En ocasiones pareciera que este lugar hubiese sido olvidado incluso hasta por Dios. Los escasos desventurados que tienen que caminar por las calles a esas horas dan sus pasos con temor, caminan sin mirar atrás, sintiéndose perseguidos, huyendo de un mundo de sombras que pareciera morderles los talones.
Dicen que es el espíritu de Juan Totoreco, el campanero del pueblo, quien desde la catedral abandonada hace rugir las campanas como venganza hacia el pueblo que años atrás lo quemó vivo.
Dicen también que Juan Totoreco hizo un pacto con el diablo y que en el momento que suena la treceava campanada se abre un portal desde el infierno por siete segundos, justo el tiempo necesario para que un demonio te encuentre caminando en la calle y te robe el alma.
Nadie pudo haberse imaginado que quien muchos años antes fuera la persona menos respetada del pueblo terminaría siendo el ser más temido que este pudiera recordar desde el día de su fundación, setenta y siete años antes, cuando apenas era una misión jesuita.
El apodo de "Totoreco" le fue adjudicado muchos años atrás, así le habían llamado desde que él podía hacer uso de su memoria.
Siempre fue considerado como el tonto del pueblo y su apodo era tan viejo como su propia leyenda.
Doña Ruperta, la dueña de la tortillería del pueblo, decía que, cuando Juan “Totoreco” era apenas un niño, un coco le había caído en la cabeza mientras dormía en los brazos de su madre mientras se mecían dentro de una hamaca.
Doña Carmela, quien a sus 55 años seguía presumiendo ser virgen, tenía otra versión, esta estipulaba que el campanero era tonto por culpa de su madre, pues esta había comido solamente huevos de caguama y tamales de iguana durante los tres últimos meses de su embarazo.
-Es culpa de tanto colesterol que le metió a la criatura esa pendeja. – Decía siempre Doña Carmela que le preguntaban por el, con su sonrisa siempre visible de pocos dientes.
"No te portes mal, obedece siempre a tus papas y no digas mentiras que si no se te va a cocinar el cerebro como a Juan Totoreco".- Asustaban los pueblerinos a sus hijos para su propia conveniencia, cuando Juan todavía tenía vida.
Las monjas le habían ofrecido el oficio de campanero como un acto de caridad. Estas le pagaban con un plato de frijoles con arroz, una tortilla de maíz y una taza de café con leche, por tocar las campanas de lunes a viernes para la misa de las ocho de la mañana y la de las seis de la tarde, mientras que los sábados y domingos habían cuatro misas, dos en la mañana, la de las ocho y la de las once, y dos en la tarde, la de las tres y la de las siete.
A simple vista, cuando aún vivía, Juan parecía una persona normal, sin embargo cualquiera que pasara diez minutos con él podía percatarse de que era más lento que los demás. Era un niño atrapado en el cuerpo de un adulto, eso se podía apreciar en su manera inocente de ver la vida, en donde lo más importante del día, para él, era recolectar nanches de los árboles de la plaza central y masticarlos hasta que sus corazones pudieran ser utilizados como proyectiles para su "tira-nanches" el cual consistía en una boquilla de plástico amarrada en un extremo por varias ligas hacia un globo recortado; esta era el arma con la que jugaba con los demás niños del pueblo, disparándoles los corazones de nanche mordido, también pequeñas piedras o lilas.
Los niños siempre se reían de su manera de correr en la que agitaba descontroladamente su cabeza:
-¡Pareces paloma placera Juan Totoreco! – Le decían siempre riéndose mientras huían de él.
Cuando Juan escuchaba este tipo de burlas les disparaba con mayor ahínco, apuntándoles sin clemencia hacia sus caras y cuellos.
-Mira que Juan podrá parecer pendejo, pero tiene una puntería de hijoeputa.
Conforme Juan fue creciendo muchos padres fueron a su vez prohibiendo a sus hijos que jugaran con él, pues la diferencia física era más notoria día con día. Sus amigos de la infancia crecieron y él también, sin embargo la mente de Juan se quedó siempre atrapada en aquel parque, jugando a las escondidas, a los encantados, a la trae. Tristemente, día a día eran menos quienes podían jugar con él, hasta que llegó el día en el que tan solo podía jugar con su soledad. Aquel día la madre Cipriana Ortega lo encontró llorando debajo de un árbol de Tule pegado al quiosco de la plaza, ese fue el día en que esta monja habría de ofrecerle, meramente por lástima, el oficio de tocar las campanas para anunciar los santos oficios en la catedral de Santa Cruz Matagallinas.
Los habitantes del pueblo no lo notaron sino hasta después de que lo quemaran vivo en el centro de aquella afamada plaza, pero las campanadas de Juan siempre fueron un reclamo hacia ellos, expresiones de soledad y nostalgia que retumbaban cada vez que el diente estridente golpeaba las faldas de cobre de aquella campana en la torre sur de la catedral.
Juan tan solo quería jugar como cualquier otro niño en la plaza de aquel pueblo.
Después de su muerte nadie se atrevía a mencionar ni siquiera su apodo.
II - Matilda:
Desde que Juan Totoreco vio por primera vez a Matilda sintió como los apresurados latidos de su corazón asfixiaban su alma, ante ellos el parecía ser un fantasma, un pasajero resignado, aunque extrañamente reconfortado, casi como si hubiese estado preparándose toda la vida para este… y todo esto tan solo por verla una vez.
Matilda presumía siempre de sus grandes ojos oscuros, prolongados por sus frondosas pestañas que daban sombra a su fina nariz respingada casi como un cuarto de luna, y a la penumbra de esta, para aquellos quienes se atreviesen a explorar, residía el resto de su divina figura que parecía haber sido esculpido por un genio en aquel arte, una obra maestra con corazón latiente. Sin embargo esta viva pieza de arte gozaba de una reputación que solo podía ser envidiada por las prostitutas de Santa Cruz Matagallinas, pues bien pareciera que esta había cogido con todo aquel que se le hubiese cruzado en sus escasos 24 años de vida, exceptuando por supuesto al tonto del pueblo, al pobre Juan “Totoreco”.
Pero en la mente de Juan ella seguía siendo perfecta, continuaba siendo idealizada por su mente respiro a respiro, la había proclamado la dueña de sus sueños, pues para él Matilda pertenecía dentro de un castillo, era una princesa la cual la cigüeña había dejado equivocadamente en este pueblo rodeado por montañas vestidas por neblina, confundiendo tal vez el horizonte por los linderos del palacio en el cual originalmente era destinada.
En su imaginación no existía un futuro más que el estar a lado de Matilda. Se imaginaba despertar abrazándola por la mañana cada vez que la veía, imaginaba el aroma de su pelo impregnándose en los orificios de su nariz, imaginaba como los espesos cabellos oscuros de Matilda rozaban sus labios.
Pobre Juan, mucha gente del pueblo le advirtió de los peligros a los que podría enfrentarse al enamorarse de Matilda, pues su fascinación por esta era mas que evidente para todo Santa Cruz Matagallinas, pero él optaba por ignorar los comentarios de toda la gente y esto parecía lo correcto dentro del escaso espacio de raciocinio que su limitada mente podía ofrecerle.
Todo cambio una tarde calurosa de abril. Juan “Totoreco” entraba a la catedral para cumplir su trabajo de campanero y anunciar la misa de las siete de la tarde, la última del día. Mientras caminaba por el pasillo escuchó un ruido constante en el que pareciera que una tabla de madera golpeara el piso de mármol de este templo. Después de seguir con su oído el origen de estos pudo notar que dichos nacían dentro del confesionario de la iglesia, ubicado en el ala oeste de dicha catedral. Lentamente se acercó para inspeccionarlo y dentro de este encontró a Matilda con sus grandes ojos cerrados y sus protuberantes pechos desnudos, redondos como un par de toronjas, expuestos al aire, dándole la espalda a el padre Adolfo Domínguez, quien era la máxima autoridad de la Iglesia del pueblo en aquel tiempo, quien con ojos sin pupilas mordía un rosario de madera que siempre colgaba de su mano derecha, para poder contener los gritos de excitación mientras la penetraba con fuerza sentado en el banquillo del confesionario
Ni Matilda ni el padre Adolfo notaron la presencia de Juan “Totoreco”. Este paralizado continuó viendo el acto, en su principio aún incrédulo pensaba que Matilda podría estar siendo abusada sexualmente por el padre, pero incluso el más ingenuo en este mundo hubiera podido darse cuenta con aquellos retumbantes gemidos de Matilda que ese no era el caso.
Un par de segundos después Juan, con el corazón hecho pedazos, se apresuró hacia el cuarto de las campanas, donde dio los habituales golpes hacía su sonoro aliado, con tremenda furia, esperanzado en que tal vez que los estruendosos sonidos pudieran borrar las imágenes de su memoria, se arrodillaba en el piso mientras lloraba. No tenían sentido ya sus planes de confesarle su amor a Matilda, aquella acción que había planeado por más de ocho años se evaporaba con cada campanada. Aquel día Juan volvió a sentir que los latidos de su corazón atropellaban su alma, pero a diferencia de la primera vez que vio a Matilda el sentimiento reconfortable estaba ausente, esta ocasión sentía que estaba muriendo por dentro. Su corazón estaba roto, sus fracturados latidos sonaban más fuerte que las campanadas de aquella calurosa tarde. Juan “Totoreco” permaneció por ocho horas más tirado en el piso de aquel cuarto en donde solo colgaba la cuerda utilizada para tocar la campana.
Se levantó después y se dirigió hacia el cuarto del padre Adolfo, quién yacía dormido en su cama, tomó de la mano derecha de este el rosario de madera, el mismo que el padre había mordido dentro del confesionario; Juan tocó con sus yemas las marcas que habían dejado las muelas de su dueño en la cruz justo antes de proceder a ahorcarlo hasta asfixiarlo.
Adolfo Domínguez fue el cuarto padre que había muerto de manera misteriosa en el pueblo de Matagallinas en menos de un año. Esa tierra parecía estar maldita para los representantes de la iglesia.Dos días después, el Obispado de la región envió una carta dirigida la presidencia de Santa Cruz Matagallinas en la cual estipulaban no solo su indignación y repudio ante el asesinato del padre Domínguez, junto a las otras tres misteriosas muertes anteriores de sus sacerdotes en menos de un año, sino también estipulaban que toda actividad eclesiástica quedaba temporalmente prohibida en el pueblo hasta que una investigación minuciosa esclareciera los eventos tan lamentables en los cuales se veían ahora inmiscuidos.
III - Los Padres:
Sigifredo :
Las misteriosas muertes de los padres en Santa Cruz Matagallinas comenzaron la mañana de un 19 de mayo cuando el entonces padre del pueblo, Sigifredo Cervantes, perdió la vida a sus 89 años de edad.
Sor Cipriana Ortega decidió ir a su cuarto aquella mañana cuando faltaban tres minutos para que comenzara la primera misa del día. Sigifredo Cervantes nunca había faltado a ninguna de sus misas en sus 33 años de ser el padre del pueblo, ni siquiera cuando contrajo fiebre tifoidea. Sor Cipriana se imaginaba que algo estaba mal desde que vio de lejos que de la puerta del departamento del padre Sigifredo salía un charco de agua. Abrió la puerta y encontró al padre desnudo tirado en medio del baño, la regadera aún estaba tirando agua y él se encontraba sosteniendo un alcatraz entre sus manos y sobre su pecho, carente de vida.
Él solía regalarle a Sor Cipriana una flor diferente cada domingo, pues siempre había estado enamorado de ella, desde el día en que ella llegó al pueblo; a Sigifredo le fascinaban los ojos traviesos de Cipriana cuando estos se asomaban de manera esporádica detrás de sus enormes gafas.
Ella al verlo tirado en el baño sin vida y con sus largas barbas blancas empapadas calló de rodillas y fue arrastrándose hacia él, incrédula, hasta encontrar desesperadamente sus labios, por primera vez ella accedía a darle ese beso que Sigifredo intentó darle a escondidas durante los últimos 20 años en los que ella siempre se los negó volteando la cara, recordaba como él siempre le decía que un par de besitos no harían enojar ni siquiera a Dios, esta ocasión ella estaba dispuesta pero los labios de él ya no respondían ni la buscaban, estaban fríos, era demasiado tarde, su inocente historia de amor se desvanecía así como las gotas que caían en el muslo desnudo de Sigifredo Cervantes.
El pueblo decía que la flor había sido un regalo de San Caralampio, el mismo santo a quien Sigifredo siempre se encomendaba cada domingo, aquel quien aquella mañana se había llevado al padre Sigifredo Cervantes al cielo sin sentir dolor.
Su perdida fue un evento muy doloroso para el pueblo pues el había sido el único sacerdote que este había tenido en los últimos 33 años.
Se guardo luto por 33 días, se sacrificaron 33 gallinas en plena plaza pública y con la sangre de estas trataron de escribir el nombre del padre en el centro de esta, sin embargo debido a un mal cálculo se les acabo la sangre antes de terminar de escribir su nombre con esta y tan solo pudieron imprimir sobre el pasto “Sigifredo Cerva”.
Los 33 días de luto hacia el padre Sigifredo no parecieron ser homenaje suficiente para la presidencia de Santa Cruz Matagallinas pues justo cuando dicho periodo terminó decidieron establecer una nueva ley en la que prohibían la venta de bebidas alcohólicas en honor a la lucha que vivió Sigifredo Cervantes como alcohólico regenerado. La ley perduraría por 33 semanas, cada semana representando un año como representante de Dios en Santa Cruz Matagallinas.
Urbano:
Aparte de la docena conocida de borrachos del pueblo, la única persona que se opuso ante dicha ley fue Urbano Quiroga, el padre que habría de suceder a Sigifredo Cervantes. No pasaron ni siquiera un par de horas de haber sido anunciada la nueva ley para que Urbano fuera personalmente a la presidencia y presentara un amparo hacia dicha ley en el que argumentaba que la “Ley de Dios” iba por arriba de cualquier ley humana y que el continuaría consagrando el cuerpo de Cristo como lo había hecho durante todo su tiempo como sacerdote, con vino.
A pesar de que su tiempo como padre no fue muy extenso, el padre Urbano nunca fue muy querido en el pueblo, no solo por el hecho de comenzar de una manera dramática su cargo como sacerdote, haciendo un zafarrancho contra la presidencia por la ley seca, sino porque la gente del pueblo lo veía como un intruso cada vez que iba a misa, un desconocido, habían estado tan acostumbrados a la manera amena y carismática en la que el padre Sigifredo impartía la eucaristía, mientras que en el caso de Urbano las misas eran lentas, aburridas e insípidas.
Los pueblerinos pronto pudieron notar los verdaderos motivos por los que el padre Urbano se oponía tan tajantemente a la ley de abstinencia de alcohol, pues siempre que entraban al confesionario podían percatarse del incesante olor a vino, adjunto al mal humor del padre sobre todo en las misas de las mañanas, a la vez que las ostias cada semana sabían mas a vinagre y menos a vino. Se decía que el padre era un alcohólico y que se acababa en menos de diez días las reservas de vino tinto que la iglesia recibía cada mes para consagrar las ostias.
Urbano Quiroga fue encontrado el once de agosto amarrado a una piedra en el medio del arrollo Amatepec, a un par de kilómetros del pueblo, por un par de señoras que iban a lavar la ropa de su familia a dicho lugar, en cada una de las extremidades del padre se podía encontrar amarrada una botella de vidrio que a su vez contenía una hoja de papel, cada hoja de papel tenía escrita un distinto mensaje, los mensajes eran los siguientes (sin algún orden en particular):
-Lucas 19:27
-In Vino Veritas
-Salmos 137:19
-Más sabe el viejo por diablo que por viejo
Como dirían los pueblerinos: lo que mal empieza mal termina. Fueron así los sucesos de la segunda muerte misteriosa de un padre en Santa Cruz Matagallinas. Nadie se esmeró mucho en tratar de descifrar las pistas escritas en los mensajes dentro de las botellas; nadie se preocupó demasiado tampoco por buscar al asesino. A la gente le gustaba pensar que había sido un mensajero de Dios, un ángel quizás, quien había hecho aquel trabajo, apoyando sus teorías en las citas bíblicas encontradas en la escena del crimen o quizás había sido el mismo Urbano Quiroga, suicidándose tratando de dar un mensaje mórbido al amarrarse de una piedra de aquel río y perder la vida. Nadie en el pueblo lo veló ni le guardo luto, probablemente fue el padre menos querido por todo Santa Cruz Matagallinas desde que esta había sido fundada.
El cuerpo de Urbano Quiroga fue mandado en una carreta jalada por una mula pinta hacia la capital de la región, San Nicolás de las Agrias Naranjas, donde sería velado y sepultado tres días después. El único asistente del entierro fue su hermano Hortencio Quiroga, quien había dejado de hablar con él cinco años atrás, después de una discusión verbal que ambos entablaron acerca de la Guerra Cristera y la vida de Santo Toribio Romo González. Hortencio tiro un clavel antes que los sepultureros llenaran con sus últimos palazos el hueco en el piso con el féretro que contenía el cuerpo de Urbano, al hacerlo sintió nostalgia y tristeza por perder los últimos años de su hermano por una estúpida discusión, sin embargo sentía también una pizca de redención al ver que su clavel se perdía entre la misma tierra que cubría los restos de su hermano.
Carmelo:
El tercer padre, Carmelo Quevedo, sufrió de una indigestión fatal apenas a su segunda semana de sustituir al padre Urbano.
La noche de su muerte visitó por primera el puesto de tacos de Octavio Quezada, quien generosamente le había invitado a cenar lo que quisiera como una cortesía, con la única intención de que dicho padre le diera la bendición a su negocio y con ello atrajera la clientela mocha, osease la mayoría del pueblo, a su puesto de tacos.
Desde que Carmelo comió el primer taco perdió la mirada, sus rodillas temblaron, sus pupilas dilataron y su paladar se convirtió en una esponja que quería absorber absolutamente todas las delicias de las mordidas que este vorazmente arrojaba a todo lo que estuviera dentro de su plato.
-Mi buen Octavio, sinceramente estos son los mejores tacos que he probado en mi vida.
Al escuchar estas palabras de aliento, el taquero sentía una motivación divina, como si un ángel fuera quien dijera aquellas palabras dulces, el cortar la carne era un arte así como el de picar el cilantro y la cebolla; el capturar con la tortilla abierta el pedazo de piña volando en el aire era un soneto angelical que solo se complementaba con el sonido de aplastar los chiles en el molcajete. El padre pedía dos tacos de asada más, tres al pastor, dos de lengua y uno de cabeza. Octavio podía escuchar desde ese momento las palabras del padre Carmelo, hablando bien de su puesto de tacos, después del evangelio en la misa del siguiente domingo. El padre pedía después una quesadilla, dos tacos de buche y tres de cachete. Esto entusiasmaba mas a Octavio, no importaba cuantos tacos más pidiera el padre Carmelo, el estaba preparado para satisfacer hombre más glotón de este hemisferio. Las gotas de sudor comenzaban a recorrer a cada mordida los cachetes cacarizos del padre Carmelo, sin embargo parecía que su estomago era un tambo sin fondo. Cinco garnachas, un plato de frijoles, dos tacos de lengua, dos de cabeza y una quesadilla de flor de calabaza, pedía el padre, a lo que Octavio Quezada respondía sin un segundo de duda:
-Por su puesto que si señor.
Después de ocho tacos de asada, seis de lengua, cuatro de cabeza, cinco de cachete, seis garnachas y dos quesadillas mas, el cuerpo del padre Alonso no pudo contener más, no había manera de meter más alimentos dentro de su ser. Decidió entonces que era prudente dejar de ingerir alimentos.
Le dio gracias a Octavio Quezada por la maravillosa cena gratuita que este le había ofrecido esa noche, bendijo su negocio con una pequeña oración y después se dirigió hacia su cuarto.
Al llegar a su cama entró en una pesadilla en la que dragones que vomitaban guacamole lo perseguían y de la cual jamás pudo despertar.
Al día siguiente sería encontrado sin vida, con los ojos abiertos y brazos extendidos hacia el cielo, como si un ángel le hubiera robado el alma. Las sabanas de su cama fueron encontradas llenas de caca y vomito, el cuarto se encontraba impregnado por un insoportable olor a mantequilla.
Al escuchar la noticia Octavio Quezada tuvo que huir silenciosamente del pueblo, pues sabía bien de la delicadeza del tema de los padres muertos en Santa Cruz Matagallinas, aunado a que sabía bien que en el mejor de los casos los tacos de su puesto serían asociados con el diablo, pues si estos habían matado incluso al más cercano a Dios que no podrían hacer a aquel que viviera en el pecado.
El padre Adolfo Domínguez sustituiría al padre Carmelo Quevedo tres semanas después de su muerte y este sería asesinado por Juan Totoreco meses después.
La furia del pueblo entero no se hizo esperar después de recibir la carta del obispado en la que prohibía toda actividad eclesiástica hasta esclarecer el asesinato del padre Adolfo y no tardarían en encontrar las pistas que incriminaban a Juan Totoreco como el asesino artífice del padre Adolfo.
Antes de que dos atardeceres pasaran, después de haber recibido dicha carta, el campanero había sido quemado vivo, amarrado al quiosco de la plaza central del pueblo, la misma que separaba la catedral de la presidencia de Santa Cruz Matagallinas. La presidencia del pueblo no tardó en contestar al obispado con una carta informando detalladamente dichos actos, en el cual orgullosamente exhibían la mano dura e intolerante hacia quienes atacaron a la iglesia en aquel pueblo, tomando como emblema la pronta y precisa ejecución de Juan Totoreco.
IV - El Fin :
Matilda no tenía la culpa de ser tan puta.
Ella, así como cualquier otra persona, a través de los episodios de su vida podía encontrar una narrativa que ultimadamente justificara su forma de ser.
Venían a su mente los recuerdos de cuando era ella aún pequeña cuando su tío Reginaldo la llevaba de excursión a los arrollos cerca de Totontepec a pescar, donde le enseño el juego del circo, en donde ella irremediablemente terminaba besando la trompa del elefante.
De un escondido rincón de su mente efimeramente brotaban los recuerdos de Eucario, su primer amor, a quien le entregó su virginidad incluso antes de su primera menstruación.
Los recuerdos de Eucario, con su pelo corto lleno de canas, una gigante verruga al lado de su ojo izquierdo y su espalda tatuada con las catorce estaciones de la viacrucis, siempre venían acompañados de las lágrimas de Matilda, ya que las cicatrices que dejó éste en el corazón de ella parecían que nunca fueran a sanar.
Tan sólo mencionar el nombre de Eucario a Matilda se le ponía la piel "chinita".
A Matilda no le había importado que éste fuera pobre y que fuera un velador de oficio, ni que estuviera casado y con dos hijas, ni que le hubiese mentido todo el tiempo... todo se lo hubiese perdonado Matilda, pero ella para Eucario no era más que una muñeca rota y un día decidió no hablarle más. Ella no comprendió hasta muchos años después que había sido sólo una aventura para aquel flacucho velador, sin embargo, ya era muy tarde, pues la furia de su puta interna ya estaba totalmente desatada y lista para destruir la vida de muchos desdichados en los años siguientes.
A veces se decía a si misma que la culpa de que ella fuera tan puta la tenía "diosito" por haberle dado aquellas nalgas y aquellas tetas.
Ella tampoco sentía tener la culpa de que Juan "Totoreco" en un ataque de celos hubiese asfixiado al padre Adolfo mientras dormía, horas después de haberlo sorprendido cogiéndosela en el confesionario de la catedral de Santa Cruz Matagallinas. Mucho menos que después de ello los pueblerinos hubiesen desatado su ira quemando vivo a Juan, amarrado al quiosco de la plaza. ¿Cómo hubiese podido imaginar que aquel pendejo había estado toda su vida secretamente enamorado de ella?
Sin embargo, por más que se dijera a sí misma que no era culpa suya, sabía en el fondo que sí lo era.
Cada media noche después de escuchar las trece campanadas, sabía que Juan "Totoreco" la estaba esperando debajo del candil que se veía desde su ventana. Cada noche, cuando ella se asomaba, volteando hacia esta dirección, lo había visto, circunspecto, observándola desde aquella esquina poco iluminada, con unos ojos llenos de ira, tratando de hacerla sentir un poco de culpa.
Lo único de lo que podía estar segura desde el día de la ejecución de Juan "Totoreco" era que éste la esperaría cada noche en aquella esquina después de que las trece campanadas sonaran a media noche.
Ella se sentía enclaustrada. Por una parte se había creado esa narrativa en la cual ella estaba excenta de culpa, pero sabía bien que había sido el catalizador que había desatado toda aquella cadena de eventos en el pueblo, pues recordaba cuando Juan los había encontrado en el confesionario, y como ella siguío fornicando con el padre, incluso exagerando sus gémidos, recordaba la cara de ira e incredulidad de Juan, misma cara que la atormentaba cada noche desde la esquina que podía observarse desde su ventana.
Fue un 13 de Octubre cuando Matilda decidió confrontar sus miedos.
-Esto no es vida.- Se dijo así misma aquella noche.
Después de escuchar las trece campanadas desde la catedral a media noche, Matilda salió de su casa para esperar a Juan "Totoreco" en aquella esquina desde donde siempre la observaba, sin embargo pasaron los minutos y Juan nunca llegó. Las calles en Santa Cruz se sentían espectralmente desoladas. La neblina se diluía entre los contornos de las piedras de sus calles y se podía respirar el frío del viento. Algo le decía a Matilda que esa noche Juan no se presentaría en esa esquina en la que éste siempre la esperaba, sin embargo algo dentro de ella la llamaba a otro lugar, pues ella ya había tomado el valor aquella noche para enfrentar todos sus miedos y todas sus culpas a la vez... todo apuntaba hacia solo un lugar... el lugar donde todo comenzó y todo tenía que terminar. La catedral abandonada de Santa Cruz Matagallinas, la misma desde donde nacían las trece campanadas cada media noche, la misma donde Juan "Totoreco" habia sorprendido a Matilda fornicar con el padre Adolfo y donde había sido éste asfixiado por el anteriormente mencionado.
Matilda, en ese momento de claridad, trató de convencerse de que todas las respuestas apuntaban hacia la catedral, corrió hacia ésta como si el mañana no existiera, como si demonios estuvieran corriendo detrás de ella.
Mientras ella corría hacia la catedral podía sentir los espectros del pasado en cada calle de aquel pueblo, como si cada esquina contará una historia diferente, como si el mismo tiempo se hubiese detenido.
Ni la oxidación ni el salitre del portal, de la cadena y del candado en la entrada de la catedral la detuvieron. Matilda abrió todo a patadas, se sentía tan poderosa con aquella inercia en la que por fin, después de mucho tiempo enfrentaba sus temores. Aquella noche estaba marcada por esa energía que la había ayudado aconfrontar la incertidumbre de su vida, en la que combatía a todos sus demonios internos.
Las altas puertas de roble de la iglesia fueron ligeras ante la fuerza de sus brazos al abrirlas. Sintió como el equivalente a una decada de polvo flotaba por el pasillo que llevaba al altar principal, camino hacia el, a la mitad del pasillo podía percibir a su derecha, el mismo confesionario en que solía fornicar con el padre Adolfo al menos tres veces por semana. Extrañaba ese sentimiento de follar con al padre Adolfo, en el que ella se sentía un angel, una emisaría de dios para calmar el libido de sus fieles sirvientes para que pudieran seguir salvando las almas de este mundo terrenal, al menos así se lo decía el mismo padre Adolfo después de eyacular cada vez dentro de ella y cada vez que Matilda escuchaba esas palabras en su oído se sentía un poco más cerca al paraíso.
Cuando Matida llegó por fin al altar principal, sus eróticas historias terminaron, pues al ver aquel gigantesco Jesucristo sangrante y lleno de sufrimiento le ayudaba a tomar un poco de perspectiva y a sentirse un poco menos importante de lo que ella pensaba.
Continuó caminando por el pasillo que la llevaría hasta llegar a las escaleras detrás del altar principal, las cuales la llevarían hacia el campanario de donde colgaba una cuerda amarrada al diente de la campana.
Era tiempo de confrontar todos los miedos, pensaba Matilda.
Subió las escaleras que la llevarían hasta el mismo lugar donde Juan "Totoreco" jalaba de la cuerda cada media noche para hacer sonar las trece campanadas que atormentaban a los habitantes de Santa Cruz Matagallinas. Si alguien podía poner un alto a todo esto ese alguien era ella, pues a pesar de justificarse cada mañana, ella sabía bien realmente lo que sus actos en el pasado habían influido en la maldición de ese pueblo.
Matilda terminó de subir las escaleras y se encontró por fin en ese pequeño espacio donde Juan "Totoreco" solía hacer sonar la campana cuando aún se encontraba con vida. Su sorpresa no fue la de encontrar el espectro de Juan, sino que también ahí estaban los espectros de Sigifredo, Urbano, Carmelo y Adolfo, los cuatro difuntos padres de Santa Cruz Matagallinas, a un lado de Sigifredo se encontraba Sor Cipriana, la monja que siempre lo amó. Todos ellos sonreían al verla por fin en ese pequeño espacio, y sólo fue entonces cuando ella comprendió que era su turno para tocar la campana.
Cada vez que ella jalaba de la cuerda, que hacia sonar esta campana en la catedral, veía como sus compañeros se diluían con el viento, veía como ellos iban desapareciendo con el frio viento de la noche y los retumbos de las campanas.
Con cada campanada Matilda recordaba un poco más de aquella tarde de octubre en la que sus propias cenizas volaban por la plaza de Santa Cruz Matagallinas, sólo semanas después de la incineración de Juan "Totoreco".
Había pasado una semana, cuando la presidencia de Santa Cruz Matagallinas recibió una carta reprobando los actos inquisitorios que implicaban la ejecucion de Juan "Totoreco" y a su vez estrictamente prohibía cualquier representación eclesiastica hasta que una ardua investigación fuera efectuada.
Matilda entonces recordaba el ardor de las llamas en sus pies, el crujido de su piel extinguirse, el sonido de sus propios chillidos mientras el pueblo satisfacía su ira viéndola consumirse entre llamas, irónicamente juzgándola por prohibir al pueblo estar cerca de Dios. Cada recuerdo de aquellos momentos había sido bloqueado por su mente, hasta ese instante que ahora era expresado con ira retumbando la sonora campana trece veces... sólo trece... ni una sola más, por más que ella quisiera.
Era media noche nuevamente.
Maldita Matilda, por tu culpa las misas fueron prohibidas en este pueblo...ingenua tú que pensabas podías salvarte.
Epílogo:
La historia de Maldita Matilda ha sido una de las más díficiles que me he encontrado en mi vida, a pesar que desde que escribí la primera línea sabía como iba a terminar. Sin embargo en mi ineficiencia me fui encontrando con un laberinto infinito del cual no tenía intención salir. En realidad esta historia siempre fue un legado de la tradición de los pueblos de México que me fueron heredados por medio de mis padres, a quienes dedico inequivocamente esta historia.
Recuerdo aquella tarde en mi casa de Ciudad Juárez hace un par de años en la que les leí a papá y a mamá el primer borrador de esta historia. Habíamos terminado de comer milanesas, mi platillo preferido. Mi madre fue la primera en preocuparse por mi enfoqué atacando la tradición religiosa, queriendo detenerme un poco mi severidad, mi padre se reía de mi descaro, y despues de un par de copas ambos aportaban un par de ideas que enriquecían la historia, desde el enigma de San Caralampio y hasta la personalidad de Sor Cipriana, mi historia tal vez se desvanezca en mi mente después de que sea publicada, pero aquellos momentos en los que discutiamos en la sobremesa esta historia se que me los llevaré hasta el dia que tenga que tocar yo las campanas. Es por ello que les dedico esta historia que me tomó casí cuatro años terminar.