I - Juan Totoreco:
Nadie duerme antes de la media noche en Santa Cruz Matagallinas, pues esta es la hora en la que desde la torre sur de la catedral abandonada siempre suenan con furia trece campanadas.
Esta es la hora en la que la mayoría de los habitantes de aquel remoto pueblo, oculto en el corazón de la Sierra Mixe, se esconden debajo de sus sábanas, despiertos y temerosos, con la esperanza de que esas trece campanadas sean los últimos sonidos que tengan que escuchar por el resto de la noche. Por las calles del pueblo, solo corren ríos de silencio. En ocasiones pareciera que este lugar hubiese sido olvidado incluso hasta por Dios. Los escasos desventurados que tienen que caminar por las calles a esas horas dan sus pasos con temor, caminan sin mirar atrás, sintiéndose perseguidos, huyendo de un mundo de sombras que pareciera morderles los talones.
Dicen que es el espíritu de Juan Totoreco, el campanero del pueblo, quien desde la catedral abandonada hace rugir las campanas como venganza hacia el pueblo que años atrás lo quemó vivo.
Dicen también que Juan Totoreco hizo un pacto con el diablo y que en el momento que suena la treceava campanada se abre un portal desde el infierno por siete segundos, justo el tiempo necesario para que un demonio te encuentre caminando en la calle y te robe el alma.
Nadie pudo haberse imaginado que quien muchos años antes fuera la persona menos respetada del pueblo terminaría siendo el ser más temido que este pudiera recordar desde el día de su fundación, setenta y siete años antes, cuando apenas era una misión jesuita.
El apodo de "Totoreco" le fue adjudicado muchos años atrás, así le habían llamado desde que él podía hacer uso de su memoria.
Siempre fue considerado como el tonto del pueblo y su apodo era tan viejo como su propia leyenda.
Doña Ruperta, la dueña de la tortillería del pueblo, decía que, cuando Juan “Totoreco” era apenas un niño, un coco le había caído en la cabeza mientras dormía en los brazos de su madre mientras se mecían dentro de una hamaca.
Doña Carmela, quien a sus 55 años seguía presumiendo ser virgen, tenía otra versión, esta estipulaba que el campanero era tonto por culpa de su madre, pues esta había comido solamente huevos de caguama y tamales de iguana durante los tres últimos meses de su embarazo.
-Es culpa de tanto colesterol que le metió a la criatura esa pendeja. – Decía siempre Doña Carmela que le preguntaban por el, con su sonrisa siempre visible de pocos dientes.
"No te portes mal, obedece siempre a tus papas y no digas mentiras que si no se te va a cocinar el cerebro como a Juan Totoreco".- Asustaban los pueblerinos a sus hijos para su propia conveniencia, cuando Juan todavía tenía vida.
Las monjas le habían ofrecido el oficio de campanero como un acto de caridad. Estas le pagaban con un plato de frijoles con arroz, una tortilla de maíz y una taza de café con leche, por tocar las campanas de lunes a viernes para la misa de las ocho de la mañana y la de las seis de la tarde, mientras que los sábados y domingos habían cuatro misas, dos en la mañana, la de las ocho y la de las once, y dos en la tarde, la de las tres y la de las siete.
A simple vista, cuando aún vivía, Juan parecía una persona normal, sin embargo cualquiera que pasara diez minutos con él podía percatarse de que era más lento que los demás. Era un niño atrapado en el cuerpo de un adulto, eso se podía apreciar en su manera inocente de ver la vida, en donde lo más importante del día, para él, era recolectar nanches de los árboles de la plaza central y masticarlos hasta que sus corazones pudieran ser utilizados como proyectiles para su "tira-nanches" el cual consistía en una boquilla de plástico amarrada en un extremo por varias ligas hacia un globo recortado; esta era el arma con la que jugaba con los demás niños del pueblo, disparándoles los corazones de nanche mordido, también pequeñas piedras o lilas.
Los niños siempre se reían de su manera de correr en la que agitaba descontroladamente su cabeza:
-¡Pareces paloma placera Juan Totoreco! – Le decían siempre riéndose mientras huían de él.
Cuando Juan escuchaba este tipo de burlas les disparaba con mayor ahínco, apuntándoles sin clemencia hacia sus caras y cuellos.
-Mira que Juan podrá parecer pendejo, pero tiene una puntería de hijoeputa.
Conforme Juan fue creciendo muchos padres fueron a su vez prohibiendo a sus hijos que jugaran con él, pues la diferencia física era más notoria día con día. Sus amigos de la infancia crecieron y él también, sin embargo la mente de Juan se quedó siempre atrapada en aquel parque, jugando a las escondidas, a los encantados, a la trae. Tristemente, día a día eran menos quienes podían jugar con él, hasta que llegó el día en el que tan solo podía jugar con su soledad. Aquel día la madre Cipriana Ortega lo encontró llorando debajo de un árbol de Tule pegado al quiosco de la plaza, ese fue el día en que esta monja habría de ofrecerle, meramente por lástima, el oficio de tocar las campanas para anunciar los santos oficios en la catedral de Santa Cruz Matagallinas.
Los habitantes del pueblo no lo notaron sino hasta después de que lo quemaran vivo en el centro de aquella afamada plaza, pero las campanadas de Juan siempre fueron un reclamo hacia ellos, expresiones de soledad y nostalgia que retumbaban cada vez que el diente estridente golpeaba las faldas de cobre de aquella campana en la torre sur de la catedral.
Juan tan solo quería jugar como cualquier otro niño en la plaza de aquel pueblo.
Después de su muerte nadie se atrevía a mencionar ni siquiera su apodo.
II - Matilda:
Desde que Juan Totoreco vio por primera vez a Matilda sintió como los apresurados latidos de su corazón asfixiaban su alma, ante ellos el parecía ser un fantasma, un pasajero resignado, aunque extrañamente reconfortado, casi como si hubiese estado preparándose toda la vida para este… y todo esto tan solo por verla una vez.
Matilda presumía siempre de sus grandes ojos oscuros, prolongados por sus frondosas pestañas que daban sombra a su fina nariz respingada casi como un cuarto de luna, y a la penumbra de esta, para aquellos quienes se atreviesen a explorar, residía el resto de su divina figura que parecía haber sido esculpido por un genio en aquel arte, una obra maestra con corazón latiente. Sin embargo esta viva pieza de arte gozaba de una reputación que solo podía ser envidiada por las prostitutas de Santa Cruz Matagallinas, pues bien pareciera que esta había cogido con todo aquel que se le hubiese cruzado en sus escasos 24 años de vida, exceptuando por supuesto al tonto del pueblo, al pobre Juan “Totoreco”.
Pero en la mente de Juan ella seguía siendo perfecta, continuaba siendo idealizada por su mente respiro a respiro, la había proclamado la dueña de sus sueños, pues para él Matilda pertenecía dentro de un castillo, era una princesa la cual la cigüeña había dejado equivocadamente en este pueblo rodeado por montañas vestidas por neblina, confundiendo tal vez el horizonte por los linderos del palacio en el cual originalmente era destinada.
En su imaginación no existía un futuro más que el estar a lado de Matilda. Se imaginaba despertar abrazándola por la mañana cada vez que la veía, imaginaba el aroma de su pelo impregnándose en los orificios de su nariz, imaginaba como los espesos cabellos oscuros de Matilda rozaban sus labios.
Pobre Juan, mucha gente del pueblo le advirtió de los peligros a los que podría enfrentarse al enamorarse de Matilda, pues su fascinación por esta era mas que evidente para todo Santa Cruz Matagallinas, pero él optaba por ignorar los comentarios de toda la gente y esto parecía lo correcto dentro del escaso espacio de raciocinio que su limitada mente podía ofrecerle.
Todo cambio una tarde calurosa de abril. Juan “Totoreco” entraba a la catedral para cumplir su trabajo de campanero y anunciar la misa de las siete de la tarde, la última del día. Mientras caminaba por el pasillo escuchó un ruido constante en el que pareciera que una tabla de madera golpeara el piso de mármol de este templo. Después de seguir con su oído el origen de estos pudo notar que dichos nacían dentro del confesionario de la iglesia, ubicado en el ala oeste de dicha catedral. Lentamente se acercó para inspeccionarlo y dentro de este encontró a Matilda con sus grandes ojos cerrados y sus protuberantes pechos desnudos, redondos como un par de toronjas, expuestos al aire, dándole la espalda a el padre Adolfo Domínguez, quien era la máxima autoridad de la Iglesia del pueblo en aquel tiempo, quien con ojos sin pupilas mordía un rosario de madera que siempre colgaba de su mano derecha, para poder contener los gritos de excitación mientras la penetraba con fuerza sentado en el banquillo del confesionario
Ni Matilda ni el padre Adolfo notaron la presencia de Juan “Totoreco”. Este paralizado continuó viendo el acto, en su principio aún incrédulo pensaba que Matilda podría estar siendo abusada sexualmente por el padre, pero incluso el más ingenuo en este mundo hubiera podido darse cuenta con aquellos retumbantes gemidos de Matilda que ese no era el caso.
Un par de segundos después Juan, con el corazón hecho pedazos, se apresuró hacia el cuarto de las campanas, donde dio los habituales golpes hacía su sonoro aliado, con tremenda furia, esperanzado en que tal vez que los estruendosos sonidos pudieran borrar las imágenes de su memoria, se arrodillaba en el piso mientras lloraba. No tenían sentido ya sus planes de confesarle su amor a Matilda, aquella acción que había planeado por más de ocho años se evaporaba con cada campanada. Aquel día Juan volvió a sentir que los latidos de su corazón atropellaban su alma, pero a diferencia de la primera vez que vio a Matilda el sentimiento reconfortable estaba ausente, esta ocasión sentía que estaba muriendo por dentro. Su corazón estaba roto, sus fracturados latidos sonaban más fuerte que las campanadas de aquella calurosa tarde. Juan “Totoreco” permaneció por ocho horas más tirado en el piso de aquel cuarto en donde solo colgaba la cuerda utilizada para tocar la campana.
Se levantó después y se dirigió hacia el cuarto del padre Adolfo, quién yacía dormido en su cama, tomó de la mano derecha de este el rosario de madera, el mismo que el padre había mordido dentro del confesionario; Juan tocó con sus yemas las marcas que habían dejado las muelas de su dueño en la cruz justo antes de proceder a ahorcarlo hasta asfixiarlo.
Adolfo Domínguez fue el cuarto padre que había muerto de manera misteriosa en el pueblo de Matagallinas en menos de un año. Esa tierra parecía estar maldita para los representantes de la iglesia.Dos días después, el Obispado de la región envió una carta dirigida la presidencia de Santa Cruz Matagallinas en la cual estipulaban no solo su indignación y repudio ante el asesinato del padre Domínguez, junto a las otras tres misteriosas muertes anteriores de sus sacerdotes en menos de un año, sino también estipulaban que toda actividad eclesiástica quedaba temporalmente prohibida en el pueblo hasta que una investigación minuciosa esclareciera los eventos tan lamentables en los cuales se veían ahora inmiscuidos.
III - Los Padres:
Sigifredo :
El pueblo decía que la flor había sido un regalo de San Caralampio, el mismo santo a quien Sigifredo siempre se encomendaba cada domingo, aquel quien aquella mañana se había llevado al padre Sigifredo Cervantes al cielo sin sentir dolor.

Como dirían los pueblerinos: lo que mal empieza mal termina. Fueron así los sucesos de la segunda muerte misteriosa de un padre en Santa Cruz Matagallinas. Nadie se esmeró mucho en tratar de descifrar las pistas escritas en los mensajes dentro de las botellas; nadie se preocupó demasiado tampoco por buscar al asesino. A la gente le gustaba pensar que había sido un mensajero de Dios, un ángel quizás, quien había hecho aquel trabajo, apoyando sus teorías en las citas bíblicas encontradas en la escena del crimen o quizás había sido el mismo Urbano Quiroga, suicidándose tratando de dar un mensaje mórbido al amarrarse de una piedra de aquel río y perder la vida. Nadie en el pueblo lo veló ni le guardo luto, probablemente fue el padre menos querido por todo Santa Cruz Matagallinas desde que esta había sido fundada.


Matilda no tenía la culpa de ser tan puta.
Ella, así como cualquier otra persona, a través de los episodios de su vida podía encontrar una narrativa que ultimadamente justificara su forma de ser.
Venían a su mente los recuerdos de cuando era ella aún pequeña cuando su tío Reginaldo la llevaba de excursión a los arrollos cerca de Totontepec a pescar, donde le enseño el juego del circo, en donde ella irremediablemente terminaba besando la trompa del elefante.
De un escondido rincón de su mente efimeramente brotaban los recuerdos de Eucario, su primer amor, a quien le entregó su virginidad incluso antes de su primera menstruación.
Los recuerdos de Eucario, con su pelo corto lleno de canas, una gigante verruga al lado de su ojo izquierdo y su espalda tatuada con las catorce estaciones de la viacrucis, siempre venían acompañados de las lágrimas de Matilda, ya que las cicatrices que dejó éste en el corazón de ella parecían que nunca fueran a sanar.
A veces se decía a si misma que la culpa de que ella fuera tan puta la tenía "diosito" por haberle dado aquellas nalgas y aquellas tetas.
Ella tampoco sentía tener la culpa de que Juan "Totoreco" en un ataque de celos hubiese asfixiado al padre Adolfo mientras dormía, horas después de haberlo sorprendido cogiéndosela en el confesionario de la catedral de Santa Cruz Matagallinas. Mucho menos que después de ello los pueblerinos hubiesen desatado su ira quemando vivo a Juan, amarrado al quiosco de la plaza. ¿Cómo hubiese podido imaginar que aquel pendejo había estado toda su vida secretamente enamorado de ella?
Sin embargo, por más que se dijera a sí misma que no era culpa suya, sabía en el fondo que sí lo era.
Cada media noche después de escuchar las trece campanadas, sabía que Juan "Totoreco" la estaba esperando debajo del candil que se veía desde su ventana. Cada noche, cuando ella se asomaba, volteando hacia esta dirección, lo había visto, circunspecto, observándola desde aquella esquina poco iluminada, con unos ojos llenos de ira, tratando de hacerla sentir un poco de culpa.
Lo único de lo que podía estar segura desde el día de la ejecución de Juan "Totoreco" era que éste la esperaría cada noche en aquella esquina después de que las trece campanadas sonaran a media noche.
Ella se sentía enclaustrada. Por una parte se había creado esa narrativa en la cual ella estaba excenta de culpa, pero sabía bien que había sido el catalizador que había desatado toda aquella cadena de eventos en el pueblo, pues recordaba cuando Juan los había encontrado en el confesionario, y como ella siguío fornicando con el padre, incluso exagerando sus gémidos, recordaba la cara de ira e incredulidad de Juan, misma cara que la atormentaba cada noche desde la esquina que podía observarse desde su ventana.
Fue un 13 de Octubre cuando Matilda decidió confrontar sus miedos.
-Esto no es vida.- Se dijo así misma aquella noche.
Después de escuchar las trece campanadas desde la catedral a media noche, Matilda salió de su casa para esperar a Juan "Totoreco" en aquella esquina desde donde siempre la observaba, sin embargo pasaron los minutos y Juan nunca llegó. Las calles en Santa Cruz se sentían espectralmente desoladas. La neblina se diluía entre los contornos de las piedras de sus calles y se podía respirar el frío del viento. Algo le decía a Matilda que esa noche Juan no se presentaría en esa esquina en la que éste siempre la esperaba, sin embargo algo dentro de ella la llamaba a otro lugar, pues ella ya había tomado el valor aquella noche para enfrentar todos sus miedos y todas sus culpas a la vez... todo apuntaba hacia solo un lugar... el lugar donde todo comenzó y todo tenía que terminar. La catedral abandonada de Santa Cruz Matagallinas, la misma desde donde nacían las trece campanadas cada media noche, la misma donde Juan "Totoreco" habia sorprendido a Matilda fornicar con el padre Adolfo y donde había sido éste asfixiado por el anteriormente mencionado.
Matilda, en ese momento de claridad, trató de convencerse de que todas las respuestas apuntaban hacia la catedral, corrió hacia ésta como si el mañana no existiera, como si demonios estuvieran corriendo detrás de ella.
Ni la oxidación ni el salitre del portal, de la cadena y del candado en la entrada de la catedral la detuvieron. Matilda abrió todo a patadas, se sentía tan poderosa con aquella inercia en la que por fin, después de mucho tiempo enfrentaba sus temores. Aquella noche estaba marcada por esa energía que la había ayudado aconfrontar la incertidumbre de su vida, en la que combatía a todos sus demonios internos.
Las altas puertas de roble de la iglesia fueron ligeras ante la fuerza de sus brazos al abrirlas. Sintió como el equivalente a una decada de polvo flotaba por el pasillo que llevaba al altar principal, camino hacia el, a la mitad del pasillo podía percibir a su derecha, el mismo confesionario en que solía fornicar con el padre Adolfo al menos tres veces por semana. Extrañaba ese sentimiento de follar con al padre Adolfo, en el que ella se sentía un angel, una emisaría de dios para calmar el libido de sus fieles sirvientes para que pudieran seguir salvando las almas de este mundo terrenal, al menos así se lo decía el mismo padre Adolfo después de eyacular cada vez dentro de ella y cada vez que Matilda escuchaba esas palabras en su oído se sentía un poco más cerca al paraíso.
Cuando Matida llegó por fin al altar principal, sus eróticas historias terminaron, pues al ver aquel gigantesco Jesucristo sangrante y lleno de sufrimiento le ayudaba a tomar un poco de perspectiva y a sentirse un poco menos importante de lo que ella pensaba.
Continuó caminando por el pasillo que la llevaría hasta llegar a las escaleras detrás del altar principal, las cuales la llevarían hacia el campanario de donde colgaba una cuerda amarrada al diente de la campana.
Era tiempo de confrontar todos los miedos, pensaba Matilda.
Subió las escaleras que la llevarían hasta el mismo lugar donde Juan "Totoreco" jalaba de la cuerda cada media noche para hacer sonar las trece campanadas que atormentaban a los habitantes de Santa Cruz Matagallinas. Si alguien podía poner un alto a todo esto ese alguien era ella, pues a pesar de justificarse cada mañana, ella sabía bien realmente lo que sus actos en el pasado habían influido en la maldición de ese pueblo.
Matilda terminó de subir las escaleras y se encontró por fin en ese pequeño espacio donde Juan "Totoreco" solía hacer sonar la campana cuando aún se encontraba con vida. Su sorpresa no fue la de encontrar el espectro de Juan, sino que también ahí estaban los espectros de Sigifredo, Urbano, Carmelo y Adolfo, los cuatro difuntos padres de Santa Cruz Matagallinas, a un lado de Sigifredo se encontraba Sor Cipriana, la monja que siempre lo amó. Todos ellos sonreían al verla por fin en ese pequeño espacio, y sólo fue entonces cuando ella comprendió que era su turno para tocar la campana.
Cada vez que ella jalaba de la cuerda, que hacia sonar esta campana en la catedral, veía como sus compañeros se diluían con el viento, veía como ellos iban desapareciendo con el frio viento de la noche y los retumbos de las campanas.
Con cada campanada Matilda recordaba un poco más de aquella tarde de octubre en la que sus propias cenizas volaban por la plaza de Santa Cruz Matagallinas, sólo semanas después de la incineración de Juan "Totoreco".
Había pasado una semana, cuando la presidencia de Santa Cruz Matagallinas recibió una carta reprobando los actos inquisitorios que implicaban la ejecucion de Juan "Totoreco" y a su vez estrictamente prohibía cualquier representación eclesiastica hasta que una ardua investigación fuera efectuada.
Matilda entonces recordaba el ardor de las llamas en sus pies, el crujido de su piel extinguirse, el sonido de sus propios chillidos mientras el pueblo satisfacía su ira viéndola consumirse entre llamas, irónicamente juzgándola por prohibir al pueblo estar cerca de Dios. Cada recuerdo de aquellos momentos había sido bloqueado por su mente, hasta ese instante que ahora era expresado con ira retumbando la sonora campana trece veces... sólo trece... ni una sola más, por más que ella quisiera.

Era media noche nuevamente.
Maldita Matilda, por tu culpa las misas fueron prohibidas en este pueblo...ingenua tú que pensabas podías salvarte.
Recuerdo aquella tarde en mi casa de Ciudad Juárez hace un par de años en la que les leí a papá y a mamá el primer borrador de esta historia. Habíamos terminado de comer milanesas, mi platillo preferido. Mi madre fue la primera en preocuparse por mi enfoqué atacando la tradición religiosa, queriendo detenerme un poco mi severidad, mi padre se reía de mi descaro, y despues de un par de copas ambos aportaban un par de ideas que enriquecían la historia, desde el enigma de San Caralampio y hasta la personalidad de Sor Cipriana, mi historia tal vez se desvanezca en mi mente después de que sea publicada, pero aquellos momentos en los que discutiamos en la sobremesa esta historia se que me los llevaré hasta el dia que tenga que tocar yo las campanas. Es por ello que les dedico esta historia que me tomó casí cuatro años terminar.
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