Se sentía bonito, su último beso, en aquella estación que nos separaría. Yo trataba de mantener abiertas las puertas del vagón que la contenía, en una estación de Nueva York, pero la inercia del mismo me impediría continuar por el tiempo que deseaba.
Aquella noche yo sabía bien de sus intenciones de terminar nuestra relación, pero eso no impidió que me atreviera a estar con ella, viajar cinco horas, ir a verla, besarla, abrazarla, sostener su mano y después despedirme, tal vez para siempre... aunque en realidad uno nunca sabe, pues este mundo es más pequeño de lo que aparenta ser; uno tan solo puede estar seguro de esa entropía de eventos que algunos llaman destino, otros la llaman suerte, y algunos otros simplemente la llaman vida.
Ella me besaba en las calles de East Village, como no me había besado en todo el día, y curiosamente comenzó a besarme en el momento en que decidimos terminar nuestra relación... habían pasado dos meses desde la última vez que la había besado en la sala 52 de un aeropuerto en Pittsburgh, en aquella misma ocasión en que me di cuenta de que nuestra relación de larga distancia tan solo nos lastimaba tanto a ella como a mí.
El calor era casi insoportable en la estación de Grand Central. Ella tomaría el Flushing Express, mientras yo tomaría el vagón que me llevaría a World Trade Center, pero eso era solamente logística para nosotros, pues sabíamos que era nuestra última noche, y aun cuando oficialmente nuestra relación formal había terminado, podíamos aventurarnos en las travesuras de besarnos como si este día existiera solo en el infinito.
Bailábamos al ritmo de una guitarra distorsionada mientras ella se quejaba de que tan so
lo sabía tres pasos de baile y siempre los repetía. Yo le respondía delicadamente al oído que eso era mejor que nada. Nuestros respectivos trenes aún no llegaban, pero seguíamos bailando aunque la música pausara por momentos. Nuestros amigos se mofaban de nosotros, pero eso nos importaba poco, pues eran nuestros últimos momentos juntos, en los que traviesamente pretendíamos engañar a nuestro súbito destino.
Ella continuaba besándome.
Yo no quería soltarla.
Su tren llegó.
El día que muera me gustaría despedirme así de la vida, besándola delicadamente, bailando con pasos de mi imaginación, subiéndola a su vagón sin despegar mis labios de los suyos y abrazándola fuertemente hasta el momento en que las puertas automáticamente se cierren, pero justo en ese momento detenerlas para poder darle un último beso, un beso final, de despedida, decirle “I still love you” justo en el momento en que no puedes sostener esas puertas más, escuchar las puertas cerrarse y el motor del tren furiosamente encenderse para, por fin, separarte de ella. Así tenía que ser y así fue.
Ella me besó por última vez en Grand Central, y yo no pude detener aquel tren; sin embargo, ella me besaba y yo sentía... bonito.
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