Y doscientos años no parecieron haber sido suficientes, pues yo aquella noche caía rendido nuevamente ante los encantos de la madre patria; podría culpar al agua bendita, a la luna llena, o al alcohol, pero la única verdad es que ella había ganado justamente aquella conquista, jugando una estrategia tan pura y tan bella en la cual no tuve otra opción mas que caer plenamente… como nunca antes había caído. Yo solo abría mis brazos y me dejaba caer ante el inmenso vacío que me separaba de la realidad, pues por primera vez en más de diez años sentía que volaba nuevamente, sentía en sus labios que soñar era sobrevalorado, o tal vez menospreciado, dependiendo el ángulo en que se viese toda aquella situación, pues en aquel momento en realidad no sabía si soñaba despierto o vivía soñando, solamente caía y nadaba desnudo por océanos cálidos llenos de horizontes dorados, en los que sus abrazos parecían olas que me capturaban y sus caricias semejaban al contacto de la arena mientas uno esta enterrado en ella.
En un sueño, aunque uno sepa que es un sueño, lo más difícil es despertar.
El trifásico sonaba en medio de la calle, como si estuviera a punto de explotar, el frutero de la esquina cortaba su fruta en su puesto y ella continuaba viéndome a los ojos mientras sonreía, abrazándome casi desnuda, protegiéndome con sus brazos de las frías brisas que solían visitarnos después de que la luna se escondiera. Olía a chocolate y las nubes en un gris enigmático decoraban como faldas los edificios que rodeaban nuestro horizonte, pero para mí no había un horizonte más allá de sus cabellos acariciando sus hombros, aunque mi enfoque estuviera en su sonrisa imperfecta por su diente roto, y digo imperfecta pues aunque dijera lo contrario ella jamás me creía, así como nunca me creía que ella era perfecta para mí, cada vez que la tomaba entre mis brazos, cada vez que le daba un beso y le decía esas palabras.
Tenía que partir pronto, teníamos que despertar, eso lo sabíamos los dos, sin embargo esa mañana los dos optábamos por seguir soñando mientras veíamos la ciudad amanecer.
El trifásico seguía sonando, parecía que en cualquier momento explotaría y nosotros a su vez continuábamos explotando nuestros labios, acariciándonos como lo podría hacer la playa y el mar, tratando de detener el tiempo y de encapsular cada recuerdo como si fuera una especie extinta, el olor a chocolate era imposible de ignorar, la luna y el sol comenzaban a salir cada cual por un horizonte diferente, todo alrededor se paralizaba, entonces me percataba de los escasos segundos que me quedaban en aquel mundo, sin embargo justo antes de partir ella me decía:
-Que tengas buena vuelta al mundo real, pues esto fue un sueño.
Abrí los ojos. El trifásico continuaba sonando… la urbanidad era inmensa... Ella aún me abrazaba y yo a ella, los dos solo cubiertos por una toalla que apenas cubría nuestras espaldas, el olor chocolate perduraba.